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Personajes por Rolando Revagliatti

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Personajes

por Rolando Revagliatti

 

 

De Rebecca, Una Mujer Inolvidable, el castillo después del incendio. Acción en todo el predio. Nuestros personajes memorizaron —algunos— sus parlamentos. Hay de los que jamás farfullarán. Incluso un gran puñado no habrá de darse a conocer. Apenas se humedecen cuando diluvia, y las espectrales ruinas no son escondite. Advertimos sobre la conveniencia de aspirar a la aprehensión sintetizadora. Hallaréis acaso humor y descrédito; perspicacia y barullo; fundamentalmente, espejismo. Acaso.

 De cara a las olas, La Novia, treinta y nueve años, fogosa. Su vestido anti-inflamable, por detalles en el modelito, nos remite a la década del cuarenta. La fijeza de su mirada se disipa al declarar:

—Mis amigos: en esta escena nos diferimos: para más luego, para otra etapa.

Es de gran estatura, pero no soberbia; es pura, pero no ignorante; sus pestañas son largas, pero no tupidas. Belígera, en ocasiones. Ríe y se desgrana. Ofertaría sus incontables suspiros a sucesivos postores; y a postores para toda la vida. No es todavía de noche.

—Debo enfatizarlo: tengo un entripado. De no ser así no estaría acá. Con ustedes. Resquebrajándome.

Se pasa la lengua por el labio superior.

—Se me murió el poeta. A él fui prometida. Obsequio y musa. No logró captarme como sí otros hombres. Y como las damas. Muy bajo en el ranking mi poeta. Versos menudos, hálito íntimo. Flaco, clásico.

Sus manos unidas en el ramo de novia.

—Él no vino: se me murió. Y me mandaron sola. Me arrasaron sin forcejeos. Ataviada. Hubo emoción. Contenida. ¿Por qué nosotros, por qué ahora, por qué aquí?... Los designados. El ser visuales pronuncia el desafío. Señan con una caricia.

Su vestido: es de cola.

—Encuentran abiertas las ventanas o se arraciman. Soy el móvil. O bien, es preciso que lo sea.

Piensa. Solloza. Debajo de su tocado.

—Mi belleza es una confabulación. Paradigmática. Los menos, agonizan. Los escabulleron. Sustraídos y depositados. Pasan letra o la olvidan. Aquí caímos de pie los sobremurientes. Los imperecederos. Se adivina.

Piensa. Solloza.

—Tuve mis encantos laxos cuando jovencita. Hubo contramarchas. Hoy es de un modo, pero mañana... Un gigante triste mi mamá. Un gigante triste en su cumpleaños.

 

El Hada Madrina no está lejos. Indescriptible a simple vista. Procura aprender un libreto. Nadie distinguiría las frases que desacomoda, que trueca, que zangolotea.

—“El drama de lo monocorde. ¿Y qué del drama de lo monocorde?... Mi hermana me dio el ultimátum, mi maestro se distrae, mi amante me dejó.”

Repite. Dos veces.

—“No soy lo que se espera de mí. ¿Quién es lo que se espera, quién lo logra?”

Memoriza sin voz. Hojea nerviosamente. Se sienta sobre una roca.

—“Sé que me dilapidan invocándome. Sabemos hasta un punto. Hasta un punto final.”

Repite varias veces (como al “padre nuestro” o al preámbulo de la Constitución).

—“Si no nos atuviéramos sería aún espantoso. El desgarramiento. El desgarramiento. El desgarramiento.”

Repite leyendo. Así como:

—“En efecto, soy quien supone. Admitiré errores y poderíos. Me esfumaré sin lágrimas. Elusiva, muy elusiva. Permitiré que me restañe. No cejaré en mi propósito, si lo tengo. Alucinaré, abdicaré. Me constituyo en cada sílaba. Argucia mínima, apretada. El rey asomará y asombrará. Bello como una bandada. Límite para los circunflejos. Tremolantes los enormes senos de La Monja. Los míos en paz. Los enormes, incandescentes. Ahora, beben. Pero los míos, nunca.”

 Subido a un árbol, contempla Otelo las estrellas. Se organiza, siempre se organiza. Su vozarrón estremece. Cuelga de sus vestiduras una larga y lacia peluca blonda.

— ¡Ay, qué solos se quedan los vivos! ¡Qué vacilantes, con tanta mocha reciedumbre! ¡Con tanta descomedida lucidez!

Canturrea:

—“Un Antonio me miró

y un José y un Rafael...”

Sigue:

— ¡Qué impávidos, qué solos se quedan! Apelmazados, estoicos. Transliterados.Colinas, inútil terciopelo.

 Un mástil, al que se halla atado por una pata, El Pato Salvaje de Ibsen. Con un cable telefónico.

 La Novia posa para cámaras fotográficas imaginarias. Estornuda. Arregla su atuendo. Maldice inaudible.

 Shakespeare, descalzo. Se despereza. Corretea seiscientos metros hasta donde ha dejado su calzado, en la entrada de la finca. Simula sorpresa al encontrar una bicicleta de carrera (turquesa) al lado de su calzado. Soba a la bicicleta. Retorna cansino a la espesura. Simula dormir. Duerme. Se despabila. Se despereza. Corretea hasta donde ha dejado su calzado. Simula sorpresa al encontrar la bicicleta. La soba. Retorna cansino. Simula dormir.

 Personaje de Schiller: más de un cartelito indica: “Personaje de Schiller”. Denota desorientación. Se saca y pone los cartelitos. También sus prendas.

—Soy los hombros de Wallenstein. Los dedos de Amalia de Edelreich, pero, de ningún modo su paladar. El brío y la intemperancia de... Presunto desdichado, romántico y autocompasivo.

Teme a los rayos.

—Temo a los rayos, a la ira.

 El Hada Madrina fuma y tose. Los pómulos con esparadrapo.

 El Pato Salvaje de Ibsen tironea del cable, lo muerde.

 La Novia ha ido descangayándose. Orina creída que lo hace para admiradores.

 Shakespeare infla las cubiertas de la bicicleta. Silba. La monta y da vueltas complacido, cabellos al viento. Tiene hambre.

 Landrú y La Monja, despatarrados. Una mano de Landrú, debajo de las faldas de La Monja. Palpa.

 Otelo palpa su muserola en el ñandubay. Sufre. Se aplica la peluca con esmero exquisito. Se posesiona. Sacúdese, fusiónase. Pronto tendrá sueño.

 La Novia ofrenda su ramo a quienes la injurian. Se calman los injuriantes. La besan. La besan y se van.

 A El Pato Salvaje de Ibsen le sangran las encías. Traga.

 Un corifeo escruta el anuncio del periódico: paredes de una gruta. Pintura abstracta lo matiza. El corifeo no es un lince. Y el periódico —dijimos— no es manuable: “Intelectual rudimentario, aliancista, nada socrático, anhela mantener lazo con joven que se emperifolle dentro de una gama estólida, no afrentosa, alerta a estímulos discontinuos, sin embargo.” “Una Empresa hay que se dedica (la nuestra) a subvertir (al destino sería presuntuoso) un cierto ordenamiento de lo fortuito, dentro del campo del conocimiento entre aquellos cuyos proyectos de vínculo sea la unión sexual.”

 El Hada Madrina gesticula, se rasca. Áfona se encamina hacia La Novia, hacia los animalejos que se dispersan junto con lugareños, gnomos e infinitesimales. La Novia, exangüe, yace. El Hada Madrina le alcanza su libreto. Áfonas gesticulan: macabro. El Hada Madrina, febricitante, se zambulle entre las piernas de La Novia. La Novia se inclina. Lee:

—“El drama de lo monocorde. ¿Y qué del drama de lo monocorde?”

Lee gritando:

—“¡Mi hermana me dio el ultimátum! ¡Mi maestro se distrae! ¡Mi amante me dejó!”

 Magallanes es un recién venido. Su simpatía, su exultación... ¿pueden criar adeptos? ¿Cree que es una isla este paraje? ¿Es una isla? Formúlase interrogantes de variada incidencia en la cotidianeidad. Lo trajo el mar. Perora. Lo hizo también al descender de su barca, al aposentarse y reconocer la playa. La playa de juguete. Solázase con la gratitud del vecindario. Trénzase con el rufián, con la doncella. Siempre desde su plinto. Incrépase con tonsurados y correveidiles. Desgañítase con las incorregibles, con los bufones. Adora la intemperie. Refriega su prosapia a los empedernidos. Agente viajero.

—¿Qué es viajar? Viajar es despejar. Desde el lugar común. O la frase: “Nos convendría despejarnos”. Cuando a la aventura de la existencia le birlamos la aventura, no sólo la aventura le birlamos. Hay otro desposeimiento, otro poseer. No se posee la propia existencia si no se la arriesga. Si no se la recorre, si no se la mora. Si no se la viaja, si no se la etcétera.

 Landrú y La Monja duermen despatarrados.

 Otelo sueña que Shakespeare lo come. Le pasa por arriba, y previamente deshuesado, con parsimonia, lo manduca. Con todos los dientes y en su propia salsa. Ya no sufre, objeto de esa pasión.

 Por delante del telón, El Personaje de Schiller, ridículo oriflama.

—Únome a lo prístino de su escepticismo. Y a lo prístino de aquélla... —señala a La Monja—, que no cesa de dormir.

La Monja despierta, sobresaltada. Piel blanquísima. Landrú despierta. La llama, la invita. La Monjasonríe. Sin acudir. El Personaje de Schiller se masajea las sienes. Landrú invita. La Monjaacude. Sin sonreír. Se entrelazan encarnizadamente. El Personaje de Schiller se masajea las sienes, ahora, en cuclillas. “Ycae, cae el cielo a terrones.”

 



Rolando Revagliatti nació el 14 de abril de 1945 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, República Argentina. Publicó en soporte papel un volumen que reúne su dramaturgia, dos con cuentos y relatos y quince poemarios, además de otros cuatro poemarios sólo en soporte digital. También en edición electrónica se hallan los Tomos I, II, III, IV y V, conformados por 128 entrevistas realizadas por Revagliatti, de “Documentales. Entrevistas a escritores argentinos”. Todos sus libros cuentan con ediciones electrónicas disponibles en http://www.revagliatti.com. Ha sido incluido en unas ochenta antologías de poesía, narrativa y dramaturgia de la Argentina, Brasil, Perú, México, Chile, Panamá, Estados Unidos, República Dominicana, Venezuela, España, Alemania, Austria, Italia y la India.




Registro de audio de Enrique Lihn: Homenaje a Nicanor Parra al cumplir setenta años (1984)

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Registro de audio de Enrique Lihn: Homenaje a Nicanor Parra al cumplir setenta años (1984)




El ruido de un trueno de Ray Bradbury

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El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:

SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.

Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.

-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?

-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.

Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.

-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.

-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es…

Eckels terminó la frase:

-Matar mi dinosaurio.

-Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.

Eckels enrojeció, enojado.

-¿Trata de asustarme?

-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.

El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.

-Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.

Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.

Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor.

-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.

-Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.

La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas.

-Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois.

El sol se detuvo en el cielo.

La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas.

-Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler… no han existido.

Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.

-Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith.

Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.

-Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.

-¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.

-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.

-No me parece muy claro -dijo Eckels.

-Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?

-Entiendo.

-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!

-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.

-¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!

-Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.

-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.

-¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?

-Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.

-¿Para estudiarlos?

-Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?

-Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos… vivos?

Travis y Lesperance se miraron.

-Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones…, un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida.

Eckels sonrió débilmente.

-Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.

-¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma…

Eckels enrojeció.

– ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?

–Lesperance miró su reloj de pulsera.

-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!

Se adelantaron en el viento de la mañana.

-Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.

-¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.

-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo como un niño.

– Ah -dijo Travis.

-Todos se detuvieron.

Travis alzó una mano.

-Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.

La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.

Silencio.

El ruido de un trueno.

De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex.

-Jesucristo -murmuró Eckels.

-¡Chist!

Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.

-¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.

-¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.

-No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.

-¡Cállese! -siseó Travis.

-Una pesadilla.

-Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero.

-No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.

-¡Nos vio!

-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!

El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.

-Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.

-No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.

Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.

-¡Eckels!

Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!

El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.

Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.

Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.

Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.

El trueno se apagó.

La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.

Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.

En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.

-Límpiense.

Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.

Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final.

-Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal.

Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?

-¿Qué?

-No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.

Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura.

Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.

-Lo siento -dijo al fin.

-¡Levántese! -gritó Travis.

Eckels se levantó.

-¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!

Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera…

-¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!

-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.

-¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!

Eckels buscó en su chaqueta.

-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!

Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.

-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.

-¡Eso no tiene sentido!

-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!

La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.

Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.

-No había por qué obligarlo a eso – dijo Lesperance.

-¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.

-Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.

Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.

-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.

-¿Quién puede decirlo?

-Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?

-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.

-Soy inocente. ¡No he hecho nada!

1999, 2000, 2055.

La máquina se detuvo.

-Afuera -dijo Travis.

El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.

Travis miró alrededor con rapidez.

-¿Todo bien aquí? -estalló.

-Muy bien. ¡Bienvenidos!

Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta.

-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.

Eckels no se movió.

-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?

Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran… eran… Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio…, se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco…

Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.

De algún modo el anuncio había cambiado.

SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.

Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando.

-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!

Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.

-No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.

Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?

Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:

– ¿Quién… quién ganó la elección presidencial ayer?

El hombre detrás del mostrador se rió.

-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?

Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.

-No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos…?

No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.

El ruido de un trueno.

Poemas de Irán Vázquez Hernández

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Poema de caballos

 

 

Pensé escribir un poema de caballos

pero jamás he montado uno

ni tengo hijos que llevar a mi espaldas.

Lo único que sé

es que me gusta cómo suena

la palabra coz

en mi cabeza.

 

 



Funes

 

A Mario Pérez Magallón

 

Duermo poco,

mi mente lo registra todo

y los días se me van

memorizando los segundos.

Soy prisionero de la trama

que fabricó

un ciego.  

 

 



La señal

 

 

Sostuvo el rifle con firmeza: apuntó.

                    Más allá de la cerca,

entre las sombras de la barricada

y la bruma,

había alguien como él,

con un padre, una madre

y quizá el mismo nombre.

Quiso enviarle una señal,

que aquella guerra acabara ahí

en un pacto de silencio

entre hermanos,

pero la noche se iluminó: 

un destello a lo lejos,

el disparo atravesó la frente.

 



 

Escena de amor

 

 

 

Un ramito de flores

en la banqueta:

¿De quién habrá sido

     la culpa?

 

 



Batalla épica

 

A Jorge Leroux

 

La batalla había durado más de tres horas.

A lo lejos, más allá del campo ensangrentado,

podían verse los restos de su ejército;

ya no había nada más que hacer sino huir.  

El Rey Blanco sintió un ligero escalofrío

cuando oyó decir el Jaque Mate

en voz de Kaspárov. 

 

 



Ensayo sobre la victoria

 

 

No hables más, forastero,

te amo como a mi hermano

pero defiéndete con honor:

debo clavar mi victoria

en tu pecho.  

Así habló Héctor frente al espejo

la cruel mañana que enfrentó a Aquiles, 

hijo de Peleo.

 


 

Semblanza

 

Irán Vázquez Hernández es poeta, ensayista e investigador. Cuenta con el Posgrado en Letras por la UNAM. Varios de sus escritos han sido publicados en diversas revistas nacionales y extranjeras, así como en las antologías Asamblea de Cantera. 25 años (Cantera Verde, 2014), Viaje a la oscuridad. Antología de cuento breve (Lengua de Diablo, 2015) y Cada silencio nace una palabra muerta. 27 autores iberoamericanos (Ediciones solidarias, 2018). Es autor del libro Octavio Paz: Un moderno antimoderno (Redactum, 2018). Ha recibido el Premio Nacional de Ensayo Joven 2002 y el Premio Nacional de Poesía Enrique Peña Gutiérrez 2020.




Libros y otras interferencias # 73: Sensini de Roberto Bolaño por Daniel Rojas Pachas

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Libros y otras interferencias # 73: Sensini de Roberto Bolaño por Daniel Rojas Pachas



Del día a día por Juan Carlos Vásquez

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Del día a día 


Como todos los días a la misma hora salí, tomé el tren, me bajé en la estación y caminé unos cuantos metros hasta el almacén para controlar los libros de entrada y salida mirando la lista de proveedores, los datos fiscales, cuidando cada detalle hasta ese ansiado instante que marcaba la salida. Llegada la hora entrábamos automáticamente en comedores que siempre daban a otros comedores hasta encontrar al grupo de trabajo. En la mesa habían empleados de todo tipo: los callados, los soberbios, los indiscretos que presumían de saberlo todo. Me invitaron a la coronación de la virgen, pero la evadí tratando de poner excusas; sin embargo, insistieron una y otra vez. 

No sé a cuántas coronaciones había asistido, desde el Atlántico hasta el Mediterráneo, de Este a Oeste. La Virgen de los desamparados es la patrona de la Comunitat Valenciana, cien veces me repitieron que la hermandad tuvo como objetivo atender enfermos, recoger niños locos y extraviados. Yo prefería la celebración de San Genarín, su historia contrarrestaba la solemnidad de las hermandades que llorando cargaban vírgenes. «Genarín fue un pellejero, borracho, aficionado a las mujeres, atropellado por un camión de la basura mientras realizaba sus necesidades en la base del tercer cubo de la muralla de León durante la madrugada del Viernes Santo. Años más tarde, en 1930, el mismo día de su muerte, cuatro hombres se agruparon en una plaza y bebiendo orujo recitaron poesía y conmemoraron la vida del personaje dándole forma a la idea de que era un santo. La procesión ha ido multiplicando el número de visitantes, se hace una cena regada con alcohol y en procesión se marcha por el casco antiguo pasando de taberna en taberna para pedir vino.

El destino es el tercer cubo de la muralla donde murió al ser atropellado y donde se ofrecen unos presentes al santo, queso y pan, aguardiente de orujo, naranjas, y una corona de laurel.

A San Genarín se le atribuyen varios milagros, entre ellos, la redención de la prostituta que lo encontró muerto. Según la tradición, dejó su oficio y se volvió a su Lugo natal en Galicia.

¿Cómo explicarles mi predilección pagana anteponiéndola a la religiosa? Los diálogos estaban basados en un amplio espectro gastronómico. En la geográfica profunda y diversa la actitud era la misma, tradiciones y costumbres con un lineamiento casi exacto. Todo lo que me relataba el grupo transcurría entre comedores, cocinas o restaurantes. 

Narré anteponiéndome en un ejercicio mental que se profundizó para justificar mi hastío. Yo en el Arde Lucus, la fiesta medieval que se celebra en Lugo y que revive el pasado de la ciudad amurallada en el enfrentamiento de celtas contra romanos; yo en la Cabalgata de los Reyes Magos en Pobla do Caramiñal, Ferrol y el río Turia; en la vendimia de Cambados; de Cambados al Corpus Christi. En las noches de San Juan, en las playas de Riazor, en la Malvarrosa y la costa alicantina; en el Magosto; en la Diada y el Caparrós. Asistiendo a moros y cristianos en Alcoy, Bocairent y Villena; en la feria de abril en Sevilla. Sobre la mesa el detalle formaba parte de lo trascendental, referí, escuché, vi y de tanto en tanto preferí deambular tratando de abrir un espacio nuevo, y de inmediato saltó a mi vista la orden monárquica con su sarta de ducados y marquesados. Saltaron los súbditos voluntarios haciendo formas reverenciales a la corona, los fanáticos de la pulcritud masticando carnes que destilaban grasas intestinales mientras formaban fila para el besamanos; las gitanas videntes, los tragafuegos, un malabarista rodeado de indigentes ambulantes ofreciendo porquerías industriales; saltaron los turistas ingleses con caras insustanciales disparando sus cámaras sobre el monumento de un toro, engullendo cortes, devorando tapas, bebiendo enormes jarras de cerveza, tratando de imitar un baile mientras que tropezándose caían.

Afirmé que la vida es un escenario controvertido. Mi atención pasó a la rigidez de tantos sitios, a pesar de lo minuciosa de cada historia, enaltecerla y repetirla de forma simbólica me mantenía hipnotizado. Opinar daba igual, a mis compañeros de trabajo les gustaba hablar cuando comían, escuchan poco. Los cerebros se vaciaban de tanto ego en la mesa. Una parte de mi cuerpo empezó a fantasear con alguna persona en otro sitio. Mi conciencia era un puente. La amplitud de la atmósfera la completaban; comunistas, neonazis pro fascistas que despertaban heridas históricas de exterminio, simbologías ondeadas en banderitas, cruces, esvásticas, grafologías marcadas como la ganadería, un límite al cruce desencadenando en sedes religiosas, intenciones en curas con manos temblorosas que acariciaban la cabeza de un niño… todo entre dioses, figurillas, hermandades, llantos y procesiones.

¿Quién le dio tanta solemnidad a tanta estupidez? El grupo desde sus cómodas sillas se sonríe sin aspavientos. Todo hizo una suma, rara, imprecisa. La historia se había concentrado en las fechas, en los noctámbulos, en las ideas en desuso. Como una máquina obsoleta la mente se evaporaba en un circo y así, saltó la cuerda, me elevó impreciso. No tuve más remedio que sucumbir, siempre participo en lo que retrato. Inmerso en la trampa puse buena cara donde todos nos convertíamos en nada.

 



Juan Carlos Vásquez, nació el 20 de diciembre de 1972, en Valencia, Venezuela. Ha participado en volúmenes colectivos y antologías en México, Chile, Perú, Estados Unidos, y España. Formó parte del grupo cultural Spanic Attack (Nueva York, 2004); The Hall (Miami, 2001) y del proyecto literario y artístico Mirages from an Unreal World by Laura Orvieto, Author house (New Jersey, 2010). Es autor del libro de relatos Pedazos de familia (Ediciones Estival, 2000). Responsable de HD Kaos. Obtuvo distinciones en los Concursos de poesía pro lingüístico y multimedia Premio Nosside (Calabria, Italia), ediciones 2005 y 2006. Finalista del concurso de microrrelato «Guka» Buenos Aires, 2018. Fue seleccionado para formar parte de la Antología The World's Greatest Letters 2021. Bilingual Anthology English - Spanish. Ha colaborado en distintas publicaciones tanto impresas como virtuales: Barcelona Review, Babab, Canibaal, El coloquio de los perros, Margen Cero, entre otras. Ha escrito los libros de relatos: Invulnerables (en proceso de publicación), Diario de Nueva York (Ward's island, la conservación de los recuerdos) y Colapso, un libro recopilatorio de su poesía, inéditos hasta el momento. Ahora trabaja en Reflexiones nocturnas y otras consideraciones. Vásquez se trasladó a la Florida en 1999. Desde entonces ha vivido en Tampa Bay, San Francisco, Nueva York y otras ciudades de Estados Unidos y España. Actualmente reside en Barcelona. Email : jcvasquezf@gmail.com


Decálogo del perfecto cuentista por Horacio Quiroga

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 I


Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.


II


Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.


III


Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia


IV


Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.


V


No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.


VI


Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “Desde el río soplaba el viento frío”, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.


VII


No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.


VIII


Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.


IX


No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino


X


No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.



Extracto de Café con piernas - Segundo café: Cristina por Roberto Flores Salgado

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SEGUNDO CAFÉ: CRISTINA

Él: administrador de un local de comida rápida. Ella: chica de café. Él: trabaja en el Mall Plaza Vespucio. Ella: en el Café Millenium del subterráneo edificio Alameda Centro. Él: soltero, terminando una relación de años. Ella: comprometida o tal vez no, es decir sí y no, tal vez quizás. Él: 34 años. Ella: 28, muy bien llevados. Él: moreno, eso por su abuelo que fue árabe y que le depositó los genes del comercio. Ella: trigueña, pelo liso dócil, una peloláis cualquiera. 

Eso llamó la atención de él: no era la típica chana de café. Parecía cabra universitaria de familia. Inclusive en el trato. Un plus además de ese café en el que trabajaba: no existía una barra, sino mesas altas, sostenidas por una base y un fierro plateado largo. Ella, profesional y todo, se acercaba sugerentemente, confianza desde un primer minuto. Bacán. Me gustaste, te vengo a ver todos los días. 

No tenía un cuerpo voluptuoso. Es más: demasiado flaca para trabajar acá, pero eso se sublimaba con su ternura, con su pinta de niña ABC1, con su acento ñuñoíno, con su mirada con un tinte de desdén. Su historia, no obstante, era muy distinta a dichas primeras digresiones: tenía dos hijos, los que cuidaba su madre que vivía en San Antonio. La pareja actual, un tipo con claros rasgos de depresión endógena, sabía que trabajaba ahí, pero le daba lo mismo. 

Ella:Y tú, ¿eres casado?

Él:No. Pero viví con alguien cinco años. 

Ella:y ¿qué hacía ella?

Él:Era psicóloga. Pero no se notaba. Tú sabes, era medio histérica. 

Ella:¿Quieres azúcar o sacarina?

Él:Azúcar. Con dos cucharadas está bien. ¿Y a qué se dedica tu hombre?

Ella:Es músico. 

Él:¿Toca en algún pub o algo así?

Ella:No. Es Tuba  de la Orquesta Sinfónica Nacional. 

Él:Chucha. ¿Y qué mierda  haces acá?

Ella:No sé, trabajo acá, supongo. ¡Qué rara pregunta! Es obvio que trabajo acá. 

Él:Me refería a que hay cierta incongruencia entre él y tú, al menos en lo que respecta a esto. ¿Me convidas más soda?

Ella: Claro. 

Durante varias semanas conversaron, siempre en torno a un café frapuccino con soda. Ahí él le robó otros detalles de su vida: los hijos tenían siete y cinco años, la mamá vivía con el papá; ambos no sabían que ella trabajaba en un café, vivía con su pareja en el departamento de éste, pero las cosas no estaban bien, y algunas noches pernoctaba donde una amiga, según era el ánimo inestable del músico; éste estudió en la Chile y trabajaba de marzo a diciembre, por lo que debía ahorrar durante el año para los meses de vacaciones obligadas. 

Él:¿Te animas a ir esta noche al patio Bellavista? Conozco un lugar en que venden Sushi. 

Ella:Podría ser. Dame tu fono. Te aviso. 

Como sabía él de antemano, Cristina había empleado un argumento que en realidad era una negación diplomática, usada recurrentemente por las chicas de café. Era como un “voy a consultarlo con mi socio”, en el plano del comercio. Por eso no le dio importancia y trazó planes para esa noche: bajar una película de internet, pasar a comprar unas pizzas y unas Kuntsmann bien heladas. Dormiría raja y sin peso de culpa: el siguiente día era el que correspondía libre. 

Pero tipo ocho de la noche Cristina lo llamó. Fue breve: encontrémonos en la pileta, claro, esa que está al subir la galería. Nueve y cuarto en punto. 

Llevaba jeans, chaleco beatle y chaqueta de mezclilla. Una chica bien cualquiera. Si él se la presentaba a su mamá pasaba piola. 

Ella:¿Por qué me miras así? ¿Te recuerdo a alguien?

Él:(Silencio por unos segundos) No, es decir sí: a una persona de una vida pasada que tuve. 

Ella:Jaja, qué gracioso. ¿Y, quién era yo en esa vida pasada?

Él:Una reina. 

Ella:(Sonriendo) ¿Y tú?

Él:Tu esclavo. 

Mientras caminaban hacia el estacionamiento ubicado bajo el Municipal él pensó que lo dicho por él, casi de modo espontáneo, en el fluir natural de las aguas del engrupimiento, podía haber sido todo un papelón para una mujer que tuviese algunas nociones un poco más profundas de historia: los siervos de las reinas eran, por lo general, eunucos, es decir, machos capados con el propósito de reducir su libido a nivel cero. Cristina notó en el rostro de él esa cavilación y le preguntó si le pasaba algo. Él dijo, “no nada”, no sabiendo a ciencia cierta si su faz se tornó algo parecida a la de un esterilizado o si el gesto correspondió al imaginarse el dolor de aquél en el acto mismo de su cercenamiento.

Él salió del aparcadero por Agustinas hacia Miraflores, tomaría el trayecto que bordea el Parque Forestal hacia el Barrio Bellavista. Ahí conversaron sobre música, a propósito de un disco que pidió a Cristina pudiese extraer de la guantera del vehículo. 

Ella:A Rafael le gustan los Depeche Mode. 

Él:(Tienes buen gusto, Nuca de Fierro) ¿A, sí? Tiene buenos gustos tu pareja. 

Ella:También escucha a los Guns and Roses. El resto es pura música de conservatorio: Bach, Mendel, Haendel, Villalobos, por nombrarte algunos que pone siempre. 

Él:(Puta que eres rica, Cristina, te haría chupete ahora mismo) Te ves linda cuando hablas así. No sé por qué trabajas en ese café. Si te hubiera conocido afuera…

Ella:Bueno, pero nos conocimos ahí. ¿Siempre vas al Patio Bellavista?

Él:De vez en cuando. ¡Ah mierda, pasé con rojo!

Todavía resonaba en la memoria de él los frenazos, las sacadas de madre y el huir rápido cuando llegaron al estacionamiento subterráneo del lugar. Subieron por las escaleras, mientras conversaban con risas del cercano accidente que estuvieron a punto de protagonizar. Minutos después el trance fue sacado completamente de la memoria en tanto leían con avidez la carta del Restaurante, en el segundo piso. Hacía algo de frío pero la terraza mantenía una temperatura agradable gracias a unas estufas de largas llamas que se disponían entre las mesas. 

Ella:Cuando chica mamá me castigaba porque me gustaba jugar con las velas que ponía en el dormitorio. Vivíamos en una zona rural, cerca de San Antonio. No teníamos luz eléctrica. 

Él:Se dice que los niños que juegan con fuego se mean en la noche. Eso lo aprendí cuando fui a ver a mi abuela al campo. Cerca de Talca. 

Ella:¿Te meabas seguido cuando chico?

Él:(Piensa por unos segundos) No me acuerdo. ¿Y tú?

Ella:No. Casi nunca me meaba. ¿Qué vas a pedir?

Él:(Apuntando a la carta) Éste. El que pido casi siempre. Ahí viene Manolo, el amigo que me atiende siempre. 

Conversaron y comieron sushi durante una hora, aproximadamente. El sitio era agradable, él se sentía bien, pero le causaba cierta incomodidad la actitud de la chica. Había tirado el anzuelo dos o tres veces durante la plática y ella o no había entendido o de modo olímpico se desviaba por la tangente. Una de las posibilidades de estas salidas, pensó él, era esa opción: las gallas solo lo hacen por comer gratis u obtener otras regalías a cambio de nada, es decir, la nominal amistad que, siempre en el peor de los casos, era vacunarse a una relación simbiótica que exigía incluir un nuevo ítem en el presupuesto mensual de este tipo de galanes frustrados. 

El tercer anzuelo, esta vez más que evidente, lo lanzó cuando la fue a dejar al edificio donde vivía, una cuadra antes de plaza Italia. Estacionó frente a la entrada de autos, sobre el bandejón. La miró a los ojos, le tomó la mano y acercó su rostro al de ella, tratando de darle un beso. Lo hizo de modo lento por lo que no podría catalogarse de que quería robarle uno necesariamente. Pensó en que fue demasiado misericordioso, le dio un par de segundos para decidir. Ella, no obstante, corrió la cara y él terminó dando el beso atrás de la oreja, a un conjunto de pelo. 

Ella:Tengo que irme. 

Él:Está bien. Ándate. 

Luego la vio en algunas ocasiones, éstas  en el mismo nivel menos uno, pero en otro local. Estaba como más apagada y la relación con el músico era insostenible. A eso se sumaba que había decido llevarse a los hijos a vivir con ella, por lo que las preocupaciones la tenían más que agobiada. Empezó  a pedir propinas extra; él  no se las negaba, pero en medio en vez de anzuelo le lanzaba directos arpones, los que ella esquivaba con su sonrisa de pelolais coqueta. 

La última vez le pidió un favor: poder trasladar sus cosas del departamento en el que vivía a una pieza ubicada en gran avenida, en la comuna de El Bosque. Él por celular le dijo bueno, no porque tuviera ganas de verla sino porque malo para mentir, no encontró otra excusa en el acto. En todo caso, nunca perdía las esperanzas de recuperar toda la inversión depositada con ella, en un simple y casual encuentro íntimo. 

Ingresó su auto al edificio. Lo esperaba en el estacionamiento, con algunas cajas y bolsos que cupieron con cierta dificultad en el automóvil. Entre ellos llevaba su ropa de trabajo, esto es, un conjunto de bikinis dorados y de látex que solía ocupar día a día en su labor. Esta vez se la veía demacrada, casi sin atractivo, tanto que él pensó que si se le ofreciera en bandeja, lo pensaba dos veces. Mal que mal el dinero, a esta altura,  lo daba por perdido. 

Tras media hora de trayecto llegaron a una casa grande, antigua, de una población tradicional. La llegada costó un resto pues ella no se recordaba de las coordenadas y repetía constantemente que le parecía que las calles eran muy parecidas una que otra. Una dificultad que se sumó al arribo de la nueva habitación, radicaba en que los sentidos de tránsito de las calles no coincidían con aquélla. 

Finalmente llegaron. Él tomó el bolso más pesado, ella aquel que tenía las prendas diminutas y, ayudados por la dueña de casa, fueron por el pasillo lateral a las pizas ubicadas en la parte trasera de la morada. 

Eran dos piezas de madera contiguas a la cual estaba una cocina y un baño. No era algo lujoso, pero ella insistía que estaba bien. Él pensó por un instante: “quizás te podrías haber ido a vivir conmigo”, pero mucho sacrificio no ameritaba la pena. Calculaba la relación costo – beneficio y, a decir verdad, no había por dónde perderse. 

La última vez que tuvieron contacto fue la ocasión en que ella le pinchó al teléfono celular. Él, que tenía registrado el número, le devolvió el llamado. Con diplomacia le preguntó que cómo estaba, que por qué no la había ido a ver al café, que se le extrañaba. Luego lanzó el misil: necesitaba pedirle un favor. 

Él:¿Qué puede ser?

Ella:Necesito si puedes llevarme a San Antonio en tu auto. 

Él:(¿Escuché bien?) ¿A San Antonio?

Ella:Si quieres yo te pago la bencina. Lo que pasa es que tengo que traer algunas cosas de allá y no tengo cómo trasladarlas. En bus es imposible, tiene que ser en auto. 

En un instante, casi de modo automático, imaginó un pizarrón blanco, él con plumón y la lluvia de guarismos que atentaban contra cualquier norma caligráfica u orden. Calculó las cifras a saber: costo de bencina, gasto de motor, tiempo, peajes, invitaciones a un café, galletas, pan amasado en el camino, la moneda de cambio: su cuerpo, un par de caricias, una relación de pololeo o algo, esta vez con el factor hijos postizos de por medio. El pizarrón rápido colapsó en números y el nombre de los ítems expuestos. 

Él:No puedo. 

Ella:Pucha, amigo, no tengo a quién más decirle. 

Él:Dile a tu pareja el músico. 

Ella:Ya no somos pareja, no saco nada. 

Él:No puedo, tengo muchas cosas que hacer en la pega, además creo que es un favor demasiado grande como para que me lo pidas a mí, que no soy más que uno de tus clientes. No somos tan cercanos como para llevarte a un viaje así. Disculpa. Tengo que cortar. 

Él nunca más la vio. Le perdió el rastro cuando fue a ese mismo local, con la esperanza de no topársela para atenderse con otra chica – si eso era lo divertido del tour cafetero -. Ahí preguntó por ella. 

Otra:Ah, la Cristina. Hablaba cada cosa. Fantasiosa la mina, pasada a rollo. Ya no trabaja acá. Entre nosotros nadie la pescaba, se hacía la mosquita muerta. ¿Tú te atendías con ella?

Él:A veces. 

Otra:Se las arreglaba para que la invitaran a cenar y pedía favores. Tú sabes, no faltan los hueones que piensan que con eso la van a conquistar. ¿Te traigo más soda?

Él:No te preocupes: con eso basta y sobra. 

Él salió tras el último sorbo. Se arrimó a una de las escaleras mecánicas; poco a poco ante su vista fue abriéndose la Alameda con su tropel de gente neurótica caminar posesa. Dobló en San Antonio y, al ir en dirección al estacionamiento subterráneo frente al municipal, vio a un músico parado, frente a la puerta principal del edificio. No supo por qué rara razón todos los datos que manejaba de la expareja de Cristina, calzaban con rigurosidad milimétrica con ese enclenque peinado con gomina. El tipo también se lo quedó mirando; él, que pensó, claro está, que era mera coincidencia, no dio importancia a la acción, hasta que, varios metros lejos del edificio, volteó su humanidad para observar de nuevo al músico. Este, curiosamente le seguía observando, ya con un gesto de incomodidad más que de asombro. 

Sin pensarlo, convocó rápido al ascensor que, para su suerte, estaba desocupado. Rápido, hurgó entre sus ropas el ticket y lo pagó en una de las cajas ubicadas en el subsuelo. 

Cuando hubo ascendido en el automóvil al nivel uno, por morbosidad, miró por el retrovisor a la entrada del teatro, el tipo permanecía ahí, ahora mirando hacia todos lados. Con una sonrisa en los labios, cruzó el semáforo, y se perdió en el río oscuro de las calles de la capital. 





Revista Cinosargo: Conde de Lautréamont poesía y obras completas

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Conde de Lautréamont

 


Revista Cinosargo: Conde de Lautréamont poesía y obras completas

Los cantos de Maldoror, poemas y cartas


La traducción, realizada por el poeta Aldo Pellegrini, es considerada la versión definitiva al castellano de la obra de Isidore Ducasse (conde de Lautréamont), misterioso escritor de lengua francesa nacido en Montevideo, cuya obra en prosa tuvo una influencia decisiva tanto para el surgimiento del surrealismo como de toda la literatura moderna. Esta traducción, fiel, íntegra, comentada, realizada laboriosamente sobre las diversas y a veces divergentes ediciones originales, contribuyó a terminar con la resistencia que provoca siempre toda obra verdaderamente revolucionaria y deslumbrante que explica ese destino absurdamente adverso de un creador excepcional nacido -significativa coincidencia- a orillas del Río de la Plata. Viene también a abrir un manantial poderoso del que, directa o indirectamente, brotaron los movimientos más avanzados de todas las artes de nuestro tiempo.



París, 23 de octubre 

 

Déjeme que ante todo le explique mi situación. Canté el mal como han hecho Mickiewicz, Byron, Milton, Southey, A. de Mussett, Baudelaire, etcétera. Naturalmente exageré el diapasón para crear algo nuevo en el sentido de esa literatura sublime que canta la desesperación sólo para atormentar al lector y hacerle desear el bien como remedio. De este modo, es el bien lo que en definitiva se canta, pero con un método más filosófico y menos ingenuo que el de la antigua escuela, de la que Víctor Hugo y algunos otros son los únicos representantes todavía vivos. Venda usted, no se lo impido: ¿qué tendría yo que hacer? Prepare sus condiciones. Lo que quisiera es que la entrega a la crítica se haga a los principales articulistas. Ellos serán los jueces exclusivos en primera y última instancia del comienzo de una publicación que evidentemente sólo verá su fin más tarde, cuando yo haya visto el mío. Por consiguiente, todavía no está hecha la moraleja final. Y, sin embargo, hay ya un inmenso dolor en cada página. ¿En esto consiste el mal? No, por cierto. Le estaré reconocido porque si la crítica se pronunciara favorablemente, podría yo, en las ediciones sucesivas, suprimir algunos trozos demasiado violentos. Por lo tanto, lo que deseo ante todo es ser juzgado por la crítica, y, una vez conocido, todo marchará solo.

Siempre suyo

I. Ducasse

 

Sr. I. Ducasse.

Rue de Faubourg Montmartre, 32.


Cinco poemas de Enrique Lihn

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Poemas de Enrique Lihn

 



Literatura


Cuando me encuentro con otros escritores

no hacemos más que hablar como buenos o malos funcionarios

de la Literatura: a uno lo publica

Siglo XXI, y a otro, como a mí, Centro Editor

no le pagará nunca sus derechos de autor; cuando me encuentro 

con la Literatura no me saco el sombrero, quiero a mis amigos

pero ninguno de nosotros llegará muy lejos: más acá del horizonte

donde brillan quienes llamaría un imbécil

los astros de primera magnitud.

Cuando me encuentro con los astros de primera magnitud

y esos pavos reales brillan con la debida discreción

yo los invitaría a vomitar, porque escribir también como ellos

es ejercer el oficio más blando. Cuando me encuentro conmigo

mismo

frente al papel en blanco pienso en pavos reales

y trato al menos de no ser brillante, pero escribo

en la medida en que odio a la literatura,

y a los autores jóvenes me gustaría gritarles

basta de farsas, ustedes entrarán también en el negocio

porque la literatura es el oficio más blando

también para quienes lo practican con odio. Miren cómo se eclipsa

un astro de primera magnitud y no pongan, en cambio

por ustedes mismos las manos al fuego Nadie ha dejado aquí

           de cumplir con su deber

salvo unos cuantos tipos repugnantes, y él que brilló hasta ex-

           tenuarse y desplumarse

mientras a pesar suyo esos gritos de protesta, necesariamente bien

         articulados

y qué, acaso, ¿era el vacío su auditor? regresaban

a sus despensas convertidos en artículos de consumo

por aquellos a quienes se dirigían esos gritos

gente laboriosa en su ociosidad y pacientes

y por lo mismo, los únicos amantes

de la belleza, la gata del Olimpo.

Las siete vidas del poeta bastan y sobran

para convertir a un terrorista en un hombre de orden

       pero la Literatura

es de por sí lo contrario de un verdadero escándalo

a lo sumo una buena inversión de la historia

para los raros momentos en que se repliega la barbarie

y el heroísmo de la oposición deja de ser sobreestimado

los espíritus sensibles brotan entonces como hongos

conmovidos por el testimonio de los tiempos oscuros.



Hay una culpa que despunta a diario con el sol


Hay una culpa que despunta a diario con el sol

Una mancha de sombra que llama a cada cosa

por su nombre oscuro en un murmullo de números,

y la ciudad toma a ratos el aspecto de un gran patio sombrío.


Agentes de la culpa la pesan en sus balanzas

dudosamente precisas como en un mercado que se abarrotara en un día de hambre.

Nadie sabe quién es en medio de la distribución

todos son tribunales jueces testigos inculpados


Que otra vez no resulte sospechoso vivir.





En que no se parecen la separación y la muerte


En qué no se parecen la separación y la muerte.

Nos acostumbramos a ellas por igual,

pero el tiempo se encarga de los muertos y la memoria trabaja

limpiamente y en paz en lo que a ellos respecta;

mientras que esta tarea se duplica

cuando no hay una tumba de por medio

y la memoria se confunde con el proyecto de un crimen.





Poesía



Poesía, qué amigos para un club del lenguaje

somos los inocentes, estos trabajadores 

ociosos de la voz, fatigados de oírse

en largos recitales salivosos:

sociedad de socorro y puñaladas mutuas;

la vida pasa así como en carreta

coronada de lenguas viperinas

y es dulce, al fin y al cabo, darnos curso

-tempestades de amor en un vaso de odio-,

temores y esperanzas en esos libros

que a veces alguien lee para matar el tiempo

-literatura!-delicadamente.


Pero el mundo no es todo palabras y palabras

Mundo, tu peso atroz

lo siento a ratos como si me fuera

a reventar las vísceras.

Mundo del hongo el hongo es tu cerebro,

y el mío, a ratos, célula

de la horrible corteza de humo en llamas

del gran resplandecido que podría

reducirnos al último suspiro de los cielos

y en la tierra, olvidada de su nombre

polvo fuéramos, dichoso

valle de lágrimas, diré

por decir algo, el hueso en que brillara

por su ausencia de fósil la señal

del esqueleto mismo de la muerte

el eslabón perdido de la muerte.

Esto parecería lo saludable ahora;

que el mundo, reducido a un juego de palabras,

se volatizara suavemente

leyéndose a sí mismo. Poetas electrónicos 

cuya crueldad lo imaginará todo

conjurando el peligro de los hechos.

Cohetería: torres de marfil

lanzadas, en silencio mortal, hacia la luna,

y a cargo nuestro, amables poetas provincianos,

lo que se llama el curso de la historia

para torcerlo en mil y un riachuelos.

La acción: el pulimento del guijarro

todo canto plural del agua dulce,

y el murmurar de lenguas viperinas.




Un buen verso no hace...


Un buen verso no hace el verano del poema

ni tampoco la ciencia o la paciencia

la situación del sol es lo que importa

y la naturaleza del terreno.

Poeta, no eres dueño de la tierra que pisas

Un vicio de Lesa Majestad

te insinuará que tapes con un dedo el sol;

recuerda: las sagradas escrituras murieron

No hay cómo equivocarse de lugar:

a una vertiginosa distancia del sol

y a unos cuantos dedos de la tierra,

en un terreno común.

Luego escribe un buen verso

y haz circular en ti como un sorbo de vino

la ciencia y la paciencia.







Animal de invierno (Winter Animal) de José Watanabe

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José Watanabe


 Animal de invierno de José Watanabe





Otra vez es tiempo de ir a la montaña

a buscar una cueva para hibernar.


Voy sin mentirme: la montaña no es madre, sus cuevas

son como huevos vacíos donde recojo mi carne

y olvido. 

Nuevamente veré en las faldas del macizo

vetas minerales como nervios petrificados, tal vez

en tiempos remotos fueron recorridos

por escalofríos de criatura viva.

Hoy, después de millones de años, la montaña 

está fuera del tiempo, y no sabe

cómo es nuestra vida

ni cómo acaba.


Allí está, hermosa e inocente entre la neblina, y yo entro

en su perfecta indiferencia 

y me ovillo entregado a la idea de ser de otra sustancia.


He venido por enésima vez a fingir mi resurrección.

En este mundo pétreo

nadie se alegrará con mi despertar. Estaré yo solo

y me tocaré 

y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña

sabré

que aún no soy la montaña.






Máscara de algún Dios por Blanca Varela / Mask of some God

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Máscara de algún Dios


Frente a mí ese rostro lunar.

Nariz de plata, pájaros en la frente.


¿Pájaros en la frente?


Y luego hay rojo

y todo lo que la tierra olvida.

Humedad con poderes de fuego

floreciendo tras las negras pestañas.

Un rostro en la pared.

Detrás del muro, más allá de toda voluntad,

más lejos todavía que mirar y callar:

¿qué?


¿Siempre hay algo que romper, abolir o temer?

¿Y al otro lado? ¿Al revés?


Vuela la mano, nace la línea,

vibrante destino, negro destino.

Por un instante la melodía es clara,

parece eterna la tarde,

purísima la sombra del cielo.


Vuelvo otra vez . Pregunto.

Tal vez ese silencio dice algo,

es una inmensa letra que nos nombra y contiene

en su aire profundo.

Tal vez la muerte detrás de esa sonrisa

sea amor, un gigantesco amor

en cuyo centro ardemos.


Tal vez el otro lado existe

y es también la mirada

y todo esto es lo otro

y aquello esto

y somos una forma que cambia con la luz

hasta ser sólo luz, sólo sombra.




Poesía de Eduardo Chirinos

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Breve tratado de etimología


Si alguien dice que tu poema es nostálgico,

acéptalo. No hay mejor elogio. En griego

nostos significa retorno, algia significa dolor.

¿Qué es el poema sino el retorno de un dolor?

Si dicen que tu poema es melancólico, acéptalo.

No hay mejor elogio. En griego melan significa

negro, khole significa bilis. ¿Qué es el poema

sino el desorden más nefasto del cuerpo y del

espíritu? Dolor y enfermedad. Si tu poema es

nostálgico y melancólico debes ir al médico.



Escena para una película


¿Cómo maneja uno los recuerdos? Yo tengo 

varios que se alternan y, para colmo, varían

con el tiempo. No son organizados. Un buen

día aparecen y ¡zas! se instalan sin permiso 

reclamando alguna música, si es posible 

alguna explicación. Ayer, por ejemplo, tenía

siete años y entré sin llamar al dormitorio 

de mi madre. La ventana daba a un amplio

jardín donde jugaba el collie, al fondo 

renacía una palmera, un floreciente árbol 

de papayas. Mamá se pintaba las uñas 

de los pies. Parecía estar muy concentrada 

y apenas me hizo caso. «¿Por qué te pintas?», 

pregunté. «Porque hoy llega tu papá», me

dijo. Y eso fue todo. No. Eso no fue todo.

Su vestido colgaba impaciente de una silla

y una cámara filmaba sus piernas (la 

izquierda recogida, la derecha ligeramente

levantada). ¿Qué quería de mí ese recuerdo? 

No lo sé. Si le pregunto dirá que no había

ningún collie. Que tal vez había soñado. 




Okapi herido de muerte


Desde hace años me persigue ese título

«Okapi herido de muerte».


Debo haberlo leído de niño.

Hojeando las páginas de un álbum,

o las figuras de un libro de animales.


Guardo conmigo la escena.

El zarpazo felino

                               un fondo de acacias

y el terror de la víctima

tratando de huir, inútilmente.


Raro animal el okapi.

Indeciso entre cebra y jirafa. Temeroso

y nocturno, en peligro de extinción.


Cuando fui a verlo al zoo de Berlín

se acercó desde la página remota

y me dijo en secreto:

«aún estoy herido de muerte».




El enamorado y la muerte


A pesar de todo la muerte hace su trabajo,

mide escrupulosamente cada arista, usa la

regla, usa la plomada, rellena huecos con un

poco de sombra. Incansable lija cada imper-

-fección, deja caer gotas de asombro en cada

arruga. A pesar del fruto la muerte arrasa

con el árbol, maquilla con fervor la calavera

le pregunta ¿podría darte un beso? La cala-

-vera se pone colorada y mueve su esqueleto

sin que nos demos cuenta. Sin que nos demos

cuenta esparce sílabas, invade cesuras, tuerce

la rima, nos hace decir lo que no queremos

decir. Con un cuchillo corta el verso donde

menos lo esperamos, sin piedad corta pala-

-bras. Su sangre ensucia la página, no deja

seguir adelante. Pero nosotros insistimos.

Al fin y al cabo la sangre embellece, la sangre

canta como una pluma seca, nos advierte

del peligro. ¿Qué ganaría yo escuchándola?




Bisontes


Antaño los bisontes manchaban la llanura

de un claro y suave marrón.


Sus pezuñas hollaban sin miedo esta hierba.

Era su casa. Su vasto

dominio que nadie se atrevía a profanar.


Los veranos

migraban hacia el norte donde el sol se apaga.

Los inviernos hacia el sur

donde languidecen las estrellas.


Camino a Montana he visto bisontes.

Lejanos y míticos bisontes aguardando una estampida,

un estrépito de pájaros, un canto de guerra.


Si hubo algún Dios en estas tierras

debió tener cara de bisonte.




Poesía de Gu Cheng y Hai Zi (Traducción de Wilfredo Carrizales)

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Causa de las Estrellas y la Luna

 

     la rama del árbol desea ir a desgarrar al cielo,

     sólo pincha varios pequeños agujeros,

     ella penetra la brillantez del exterior del cielo,

     los hombres la llaman luna y estrellas 

    

     invierno de 1968

 

Una Generación

 

     la negra noche me da negros ojos

     yo los uso para buscar luz

 

     abril de 1979





 

Hombre de Nieve

 

     en tu puerta de enfrente

     yo amontono un hombre de nieve

     representa al torpe de mí

     te espera largo tiempo

 

     tú tomas una barra de caramelo

     un dulce corazón

     lo entierras dentro de la nieve

     dices que así podrá estar alegre

 

     el hombre de nieve no ríe

     invariablemente no emite sonido

     llega el sol ardiente de primavera

     lo disuelve limpiamente

 

     ¿dónde está el hombre?

      ¿dónde está el corazón?


      en la orilla de un pequeño estanque de lágrimas

      sólo hay abejas

 

     febrero de 1980




Arco

 

     el pájaro en medio del vendaval

     veloz cambia de dirección

 

     los jóvenes van a recoger

     un centavo

 

     los sarmientos a causa de la ilusión

     tocan la seda que se extiende

 

     las olas del mar a causa del retroceso

     la espalda elevan

 

     agosto de 1980



Compra del libro Cuatro poetas suicidas chinos de Cinosargo Ediciones



     Gu Cheng (1956-1993) fue un famoso poeta, ensayista, novelista y dibujante chino. Llegó a ser un prominente miembro de los “poetas oscuros”, un grupo de poetas chinos surgido después de las reformas de 1979. Él, junto con Hai Zi y Ge Mai, forman el trío de poetas suicidas de fines del siglo XX.

     Gu Cheng tuvo una vida privilegiada al ser hijo de un destacado miembro del partido comunista. Su padre, Gu Gong, era un poeta del ejército chino. A la edad de doce años, Gu Cheng y su familia fueron enviados a una zona rural de la oriental provincia de Shandong, por causa de la “revolución cultural”, para que se “reeducaran”. En esa región se dedicaron a criar cerdos. Allí, donde permaneció durante cuatro años, Gu Cheng proclamó que había aprendido poesía directamente de la naturaleza. 



ACEROLO


hoy por la noche no podré encontrarme contigo

hoy por la noche me encontraré con el todo del mundo

pero no podré encontrarme contigo


el último acerolo rojo

del verano

parece la bicicleta de una alta diosa

parece una niña   teme a las montañas

pasmada de pie en la puerta

¡ella no sabe correr hacia mí!


yo caminé en el ocaso

parecía el viento que soplaba hacia la lejana planicie

¡en el crepúsculo vespertino abracé a un solitario

árbol seco de acerolo! un destello y pasó  ¡ah! acerolo


yo quiero sentarme bajo tus senos de rojo fuego hasta que amanezca.

Pequeños y bellos senos del acerolo

en la bicicleta de la alta diosa

en las manos de los siervos

en la noche quiero extinguirme



NOCHE

 

oscura noche, aldea con agua

los pájaros cantan intranquilos, debajo de la pálida arena chufas parecen

aquellos frutos debajo de la tierra crecen y como mudos llaman a las puertas

el cardumen de peces silenciosamente se mueve por debajo del agua como en el regazo de

                                                                                                       (una muchacha que sueña

en ese momento hay una madre que florece brevemente como epífilo de pétalos anchos

los pájaros cantan intranquilos, como si la aldea pareciese los labios de un pajarito

los pájaros cantan intranquilos y los pajaritos no tienen labios

tú eres una porción de la noche   quienquiera es la madre de la noche

esa noche frente a la puerta crece y se parece a un mudo que llama a la puerta

los pájaros cantan intranquilos y parecen pajaritos que ofrecen labios de oscura noche

 

los labios de oscura noche fuera de la puerta

escribieron tu nombre


     Su verdadero nombre era Cha Haisheng. Nació en el distrito Huaining de la provincia de Anhui, región central de China. En 1980, después de superar el examen, ingresó a la Facultad de Derecho de la Universidad de Peking. Una vez graduado fue asignado como profesor en la Universidad de Ciencias Políticas y Jurídicas de China. El 26 de marzo de 1989, a la edad de veinticinco años, cometió suicidio al acostarse sobre la vía férrea en el sitio conocido como Shanhaiguan, paso en el extremo noreste de la Gran Muralla.

     Hai Zi había publicado un largo número de prominentes poemas entre 1984 y 1989 y estaba considerado como uno de los mayores poetas chinos contemporáneos. Los poemas de Hai Zi parecen anacrónicos. China experimentaba un gran cambio y el campo tradicional estaba desapareciendo con una extensa migración de campesinos hacia las ciudades. Las reformas económicas y el consumismo se estaban desarrollando velozmente. La nostalgia de Hai Zi por la cultura agrícola que desaparecía lo convirtió a él en un anacronista. 




“Buenavista capital del sexo”: relevante vuelta de tuerca a las geografías imaginarias por Luis Benitez

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Por Luis Benítez

 

El pujante sello Palabrava (https://www.editorialpalabrava.com.ar), de la provincia argentina de Santa Fe, acaba de lanzar en librerías físicas y virtuales una nueva entrega del narrador José Gabriel Ceballos (1955): la colección de relatos titulada Buenavista capital del sexo (Santa Fe, Argentina, 172 pp, 2021).

Hay narradores que, deseándolo o no, condensaron todo su genio en el logro de un exclusivo personaje, ya definitivamente asociado a sus nombres en la historia de la literatura. Hay otros que optan o son elegidos por la construcción de sitios imaginarios para que los erijan en función de revelar la compleja trama de las interrelaciones humanas mediante un sinnúmero de personajes, cuya sólida trabazón coral es la encargada de producir en el lector esa genuina revelación, la generación de una epifanía atravesada por múltiples voces.

Los ejemplos de estas edificaciones son tan repetidos como singulares y el primero que seguramente vendrá a la mente será el Macondo de Gabriel García Márquez (1927-2014), pero inmediatamente seguido por el condado de Yoknapatawpha, de William Cuthbert Faulkner (1897-1962) y la Santa María de Juan Carlos Onetti Borges (1909-1994). Con un esfuerzo mayor de la memoria, hasta podremos recordar Amaurota, la capital de la isla de Utopía, de santo Tomás Moro (1478-1535), y también Pndapetzim, enclavada por Umberto Eco (1932- 2016) en su novela Baudolino.

La que vamos a recordar para siempre y con extrema facilidad, luego de leer esta flamante entrega del gran escritor correntino José Gabriel Ceballos, es su Buenavista, localidad ficcional que no debuta como “personaje coral” en su obra, pero que en la colección de cuentos que nos ocupa alcanza una perfección formal y una condensación de sentidos ya preanunciadas desde sus primeras apariciones, a todo lo largo de la secuencia de títulos donde Ceballos se ha ocupado de ella. Infatigable albañil literario, el autor ha erigido el poblado, muy característico del interior de la Argentina, poniendo especial cuidado en que los ladrillos, es decir, el nutrido número de protagonistas de sus narraciones, así como los personajes secundarios y terciarios que con ellos se cruzan e interrelacionan, dotaran a Buenavista de una consistencia única y de una solidez argumental que no ofrece prácticamente hueco alguno donde la crítica pueda señalar altibajos o falta de rigor.

Esta estructura tan bien lograda por Ceballos y llamada a convertirse en un hito por demás sobresaliente en el paisaje desigual de nuestras letras tiene sus cimientos bien arraigados en el relato popular, el costumbrismo correctamente entendido y por demás alejado de esa plaga que es el pintoresquismo recalcitrante; tampoco posee lazos de parentesco, ni de segunda ni de tercera generación, con el freído y vuelto a freír realismo mágico, con sus vicios exotizantes y desgastado ya hasta los huesos.

Las calidades y los valores de los 15 relatos que componen Buenavista capital del sexo se asientan, en mayor medida, en los detalles de los caracteres principales imaginados por Ceballos, a los que dota de una vivacidad y frescura tales que dejan la sensación de haberlos conocido. Se trata de personalidades que cubren un extenso abanico de variables, desde los rasgos más patológicos hasta la más genuina ingenuidad, pero no esculpidos como arquetipos donde predomina exclusivamente una u otra característica, sino –al modo en que más comúnmente se nos presentan las personas- provistos de una sinergia contradictoria y al mismo tiempo amalgamada gracias a una paradójica combinación de factores opuestos y complementarios. Así logrados, luego Ceballos pone en acción a los habitantes de su Buenavista: extras, comparsas, figurantes, integrantes del coro y primeras vedettesde una suerte de comedia humana, muy humana, que se despliega ante nosotros al modo de una caja de sorpresas. Cada uno de los seres que habitan Buenavista capital del sexo nos narra algo propio dentro de la narración general que recorre el volumen, ya que las historias se relacionan y modifican entre sí -a pesar de tener confines acotados- no solo por trascurrir en el mismo escenario, sino por participar en su conjunto de un verdadero muestrario de las características posibles de lo humano. Los conflictos, el deseo, los celos, la codicia, el amor cierto y el fingido, la tontería que también es propia de nuestra misma condición, la locura y la cordura, reinan en Buenavista como en todas partes, pero el arte singular del escritor correntino se las arregla para enseñarnos que esa muestra de mundo que recoge su escritura perfectamente podría, en sus trazos más gruesos o en los más sutiles, ser justamente aquella donde estamos leyendo sus páginas.

En este y en otros sentidos, Buenavista capital del sexo nos devuelve sensaciones similares a las que podemos sentir al leer la obra maestra de Edgar Lee Masters (1868-1950), abogado nacido en Kansas como Ceballos lo fue en Alvear, Corrientes: Spoon River Anthology, que desde la poética destaca la diversidad y el agon constantes entre las múltiples voces que el estadounidense supo plasmar de un modo singularísimo, en verso, mientras que nuestro autor, de modo recíproco, lo hace en prosa.

Prosa que debe ser destacada por la sonoridad y el diestro empleo de la lengua, sin innecesarias mímesis ni apelaciones de color, ya que le basta a Ceballos la estudiada llaneza de su discurso para ir directamente al hueso de cuanto está narrando, lo que no es obstáculo para que nos regale aquí y allá pinceladas de paleta buena, resaltando con sutileza peculiaridades que hacen a la trama misma de cada cuento y la complementan con acabada discreción.

Desde luego que el medido espacio de una reseña como esta no puede abarcar todas las características que distinguen a una obra de las calidades que exhibe Buenavista capital del sexo, sino meramente proponerse como una suerte de introducción a las horas de buena lectura que brinda este nuevo título de la editorial Palabrava, pero no vamos a dejar al lector sin antes referirle que además de lo antedicho el humor de la mejor factura recorre toda la obra, en sus variantes de negro intenso, rojo subido y hasta verde profundo, siempre dentro de los márgenes que el buen gusto del que hace gala el más que notable autor correntino posibilita, vía la insinuación, el sarcasmo, la parodia y la caricatura, todos ellos recursos muy bien empleados y que alcanzan la mayor efectividad en cada cuento.

En conclusión, Buenavista capital del sexohabla a las claras de la buena salud de la narrativa argentina actual y su lectura es un ejercicio más que beneficioso para cuantos deseen disfrutar de narraciones muy bien llevadas, impecablemente terminadas y mucho más que relevantes dentro de la oferta editorial del año en curso. Un volumen donde la historia chica modifica mucho de lo que suponíamos era la historia grande.

Como dato del mayor interés, Buenavista capital del sexo y dos títulos más se encuentran a punto de ser publicados en los Estados Unidos, merced a una estrategia de coedición ya formalizada entre la casa editora argentina Palabrava y el sello Pro Latina Press, de aquel país, dentro de la colección Literatura de los Confines.

     

El autor

José Gabriel Ceballos nació en 1955 en la ciudad de Alvear, provincia argentina de Corrientes. Su extensa y reconocida obra se inició con los volúmenes de poesía Poemario breve (1977), El color del humo (1978) y Otras reincidencias (1978), para producir luego una larga serie de colecciones de narrativa breve: Los ciudadanos (1989), El Oidor (1985), Allá siempre baila la muerte (1989), Las condesas también sueñan (1991), Made in Buenavista (1992), Interior de los pájaros (1993), Ángel de la guarda (1996); El patrón del chamamé(1998), Complicaciones intelectuales(2000), Tiempos de culpa y otros cuentos (2001), Dueños del mañana y otras historias (2002), Fabulario de Buenavista - antología personal (2004), Relator deportivo(2006), Entre Eros y Tánatos (2009), Lo difícil que es partir de Buenavista(2013) y Segundo fabulario de Buenavista (2015). Asimismo, son de su autoría las novelas Ivo el emperador (2003), Víspera negra (2004), Confesiones de un extraño demiurgo (nouvelle, 2008) y En la resaca (2010). Su narrativa, entre otros reconocimientos, ha recibido el premio Juan Torres de Vera y Aragón otorgado por el gobierno de la provincia de Corrientes; el Sol de América concedido a la trayectoria por el Instituto Guaynamérica de Posadas, provincia de Misiones; el Premio Único de Narrativa Latinoamericana EDUCA, de la Editorial UniversitariaCentroamericana (con sede en San José, Costa Rica); la mención de honor en la Bienal de Literatura Latinoamericana de Valencia, Venezuela, Premio José Rafael Pocaterra; el Alberto Lista, otorgado por la Fundación El Monte y el diario ABC de Sevilla; el Ciudad Alcalá de Henares; el accésit del Premio Gabriel Sué; el Tiflos de Cuentos; el Alfonso VIII  de Narrativa y el  Premio  Municipal Ciudad de  Buenos  Aires.

 


Mamá y Jack y la lluvia (Mother and Jack and the rain) de Anne Sexton

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Mother and Jack and the rain



I have a room of my own.

Rain drops onto it. Rain drops down like worms

from the trees onto my frontal bone.

Haunted, always haunted by rain, the room affirms

the words that I will make alone.

I come like the blind feeling for shelves,

feeling for wood as hard as an apple,

fingering the pen lightly, my blade.

With this pen I take in hand my selves

and with these dead disciples I will grapple.

Though rain curses the window

let the poem be made.


Rain is a finger on my eyeball.

Rain drills in with its old unnecessary stories…


I went to bed like a horse to its stall.

On my damp summer bed I cradled my salty knees

and heard father kiss me through the wall

and heard mother’s heart pump like the tides.

The fog horn flattened the sea into leather.

I made no voyages, I owned no passport.

I was the daughter. Whiskey fortified

my father in the next room. He outlasted the weather,

counted his booty and brought

his ship into port.


Rain, rain, at sixteen

where I lay all night with Jack beside a tiny lake

and did nothing at all, lay as straight as a bean.

We played bridge and beer games for their own sake,

filled up the lamp with kerosene,

brushed our teeth, made sandwiches and tea

and lay down on the cabin bed to sleep.

I lay, a blind lake, feigning sleep while Jack

pulled back the wooly covers to see

my body, that invisible body that girls keep.

All that sweet night we rode out

the storm back to back.


Now Jack says the Mass

and mother died using her own bones for crutches.

There is rain on the wood, rain on the glass

and I’m in a room of my own. I think too much.

Fish swim from the eyes of God. Let them pass.

Mother and Jack fill up heaven; they endorse

my womanhood. Near land my ship comes about.

I come to this land to ride my horse,

to try my own guitar, to copy out

their two separate names like sunflowers, to conjure

up my daily bread, to endure,

somehow to endure.


October 1962






 Mamá y Jack y la lluvia


 


Tengo una habitación propia.

La lluvia cae sobre ella. La lluvia cae como gusanos

de los árboles sobre mi hueso frontal.

Embrujada, siempre embrujada por la lluvia, mi habitación

confirma

las palabras que a solas haré.

Busco los estantes a tientas, como ciego,

busco la madera, dura como manzana,

palpando levemente la pluma, mi arma.

Con esta pluma mantengo a raya a mis diversos yos

y con estos discípulos muertos contiendo.

Aunque la lluvia maldiga la ventana

hágase el poema.


La lluvia es un dedo en mi córnea.

La lluvia traspasa goteando sus viejas e inútiles historias...

Me fui a la cama como el caballo al establo.

En mi húmedo lecho estival acuné mis rodillas saladas

y oí a mi padre besarme a través del muro

y oí el corazón de mi madre bombear como marea.

La sirena de niebla aplanó el océano como un cuero.

No hice viaje alguno, no tenía pasaporte.

Era la hija. En el otro cuarto

el whisky fortificó a mi padre. Sobrevivió al clima,

contó su botín y trajo

su barco a puerto.


Lluvia, lluvia, a los dieciséis

tendida junto a Jack toda la noche en el pequeño lago

sin hacer nada, yacía tiesa como ejote.

Jugamos bridge y juegos de taberna, por jugar,

llenamos la lámpara de kerosene,

nos cepillamos los dientes, preparamos sándwiches y té

y nos echamos a dormir en la litera del camarote.

Acostada, un lago ciego, fingí dormir y Jack, en tanto,

me quitó las cobijas de lana y miró

mi cuerpo, ese cuerpo invisible que las muchachas

esconden.

Toda esa noche dulce cabalgamos,

espalda contra espalda, sobre la tormenta.

Ahora Jack oficia misa

mi madre al morir usaba sus propios huesos de muletas.

Llueve en el bosque, llueve en el vidrio

y estoy en una habitación propia. Pienso demasiado.

Desde los ojos de Dios nadan los peces. Déjenlos pasar.

Mamá y Jack llenan el cielo; ambos endosan

mi feminidad. Cerca de tierra arriba mi barco.

Vine a esta tierra a montar mi caballo,

a tocar mi guitarra, a copiar

sus dos nombres, distintos como girasoles; a conjurar

el pan de cada día, a sobrevivir,

de algún modo a sobrevivir.






Jabberwocky de Lewis Carroll (Traducción al español de Daniel Rojas Pachas)

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Jabberwocky de Lewis Carroll (Traducción al español de Daniel Rojas Pachas)

(De A través del espejo y lo que Alicia encontró allí - Through the Looking-Glass and What Alice Found There, 1872)







Irradiaba  el día y los toves  flexibabosos

giroscopaban y barrenaban en el vergel.

Debilserables  estaban los borogoves

y las raths de madriguera bramaestornusilbaban.



¡Cuídese del Jabberwock, hijo mío!

¡las mandibulas que muerden, las garras que atrapan!

¡Cuídese del ave jubjub y esquiva

al frumioso  Bandersnatch !"



Empuñó su vorpalina  espada:

Largo tiempo persiguió al manxioso enemigo --

Entonces descansó junto al árbol Tum-Tum

plantándose un rato en sus pensamientos



¡Y, como si en asperrogantes pensamientos estuviese sumido,

el Jabberwocky, con ojos llameantes,

vino resoplando a través del tulgido bosque ,

y burbubramó al llegar!



Un, dos! ¡Un, dos! Y a través y a través

la vorpalina espada lo hizo trizas y picadillo!

Lo dejó  muerto, y con su testa galofrando regresó.



“Al Jabberwock has matado?

¡Ven a mis brazos, hijo radioso!

Oh, frobioso día! ¡ Callooh! Callay!"

risopló con júbilo.



Irradiaba el día y los toves flexibabosos

giroscopaban y barrenaban en el vergel.

Debilserables  estaban los borogoves

y las raths de madriguera bramaestornusilbaban




Jabberwocky


’Twas brillig, and the slithy toves
      Did gyre and gimble in the wabe:
All mimsy were the borogoves,
      And the mome raths outgrabe.

“Beware the Jabberwock, my son!
      The jaws that bite, the claws that catch!
Beware the Jubjub bird, and shun
      The frumious Bandersnatch!”

He took his vorpal sword in hand;
      Long time the manxome foe he sought—
So rested he by the Tumtum tree
      And stood awhile in thought.

And, as in uffish thought he stood,
      The Jabberwock, with eyes of flame,
Came whiffling through the tulgey wood,
      And burbled as it came!

One, two! One, two! And through and through
      The vorpal blade went snicker-snack!
He left it dead, and with its head
      He went galumphing back.

“And hast thou slain the Jabberwock?
      Come to my arms, my beamish boy!
O frabjous day! Callooh! Callay!”
      He chortled in his joy.

’Twas brillig, and the slithy toves
      Did gyre and gimble in the wabe:
All mimsy were the borogoves,
      And the mome raths outgrabe.


Dossier: poesía boricua actual | Selección de Jonatan María Reyes

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Amanda Hernández (San Juan, 1990)

 

 

HOY CASA      

 

Te amo pared porque en tu torso

abre ojos el tiempo

 

Marigloria Palma

 

 

Hoy me quedé en la casa con mis cosas.
Las paredes revelaron la crudeza del año.

 

Dejé afuera lo otro que se junta
los impulsos las consecuencias
la desembocadura.
 
Mar abierto entre el cuarto y la cocina.
Puerto sin cabotaje el balcón.
La costa entera en sus ventanas.

 

Me trasladé libremente.
 
Hoy me quedé en casa.
Mañana salgo.

 

 

 

PEDAZOS DE CASA

 

Tengo un pedacito

pero está roto

y no es inútil decirlo

 

Mara Pastor

 

 

Quién sabe si es o no

inútil decirlo
pero hubo año.

 

Nos pasó
por encima de las cabezas.

 

Ahora nos toca
armarlo en pedacitos.

Con cuánta ligereza

reconstruimos el suceso.

Hubo

despedidas
trampas chinas
sobre el grueso de los dedos
huecos grandes
tremendas ficciones

 

y todo lo juntamos.
 
Se puso todo en cajas.
Se pensó en los amigos.
En sus casas nuevas con ternura.

Quedar en amor

es sencillo
si recurrimos al invento.


Si nos entrenemos con las manos.
No escatimamos la tierra.
Si nos guardamos
en el ombligo
las flores y sus pretextos.

 

Si usamos palabras como
mar tropiezo casa cajita
 
Palabras como
isla amiga pedazo.

 

Armar un poema en pedacitos
es sencillo.
No se lo debemos a nadie.
 
Bien podría decir
cuerpo
restos de agua
espacios inmediatos
 
madera amarilla
marcos de puerta
ojos llorosos
fracturas que aún existen
 
y estaría bien.
 
Podría decir
verdolaga en las cunetas
hiedra en las grietas
del concreto
 
escombros
falsas alarmas
oraciones incompletas
polvo sobre todas las cosas
que aún guardamos en cajas
 
y tendría que estar bien.
 
Armar la casa en pedacitos
es sencillo
si aprendemos del simulacro.
 
Si decimos
   estoy bien.
   ya no me duele nada.

 

Si juntamos

las ausencias

los reclamos

las mañanas

sus laminas imaginarias.

 

Todas las veces

que nos costó trabajo.

Todas y cada una de las veces

que lo supimos hacer con cariño.

 

Cuánta ligereza anuncia

el cuerpo

como el más grande

de los pedazos.

 

Sí hubo año.

 

Hubo isla

y se le puso un nombre.

 

Hubo

sueños

catástrofes

reparticiones de casas

 

contenedores de historias

de agua

primeras certezas

nostalgias heredadas

 

y todo lo juntamos.

 

Con cuánta ligereza

reconstruimos el suceso.

 

  

 

 

INVENTARIO

 

En el grueso del dedo
 
una trampa china
un hueco.
 
En el hueco
 
una especifica ternura
un país.
 
En el país
 
una agenda gringa
un dolor.
 
En el dolor
 
las palabras
ombligo mar tropiezo casa cajita
 
las palabras
imperio colonia isla nación.
 
Luego del beso del antojo del trauma
lo que queda.
 
Contabilizar lo grande y pequeño que ocupa espacio.
Lo que dejaste de casa aunque no regresaste.
 
Hacer de bienes y de males inventario.



Amanda Hernández (San Juan, Puerto Rico, 1990). Poeta, editora y co-directora del proyecto La Impresora. Estudió literatura y gestión cultural en la Universidad de Puerto Rico. Ha publicado de forma independiente los siguientes proyectos: Entre tanto amarillo (2016), el momento de las cosas (2016), las cosas pequeñas (2017), Estrategias Atómicas (2018). En 2019 editó Memoriza: poemas para aprenderse de memoria, un juego de "memory" que al mismo tiempo es una antología de poesía puertorriqueña contemporánea. Su más reciente poemario, La distancia es un lugar, se publicó en 2020 bajo la colección Trabajo de Poesía de La Impresora.  





Jean Alberto Rodríguez (Bayamón, 1997)

 

 

ON FRANK O’HARA’S BIRTHDAY #2

 

nos perdimos después de algún cruce el día que fuimos a buscar un monte que escalar en Villalba. el director no quiso que cortáramos por caminos no-concurridos. para no perder el día en otra toma, tuvimos que parar por gasolina y para darle unos minutos a la lluvia. en la pausa hablamos sobre lo que hablan las parejas de años largos, pero a nuestra manera. todo tacto inicia como puede, nosotros no somos excepción. casi perdemos los zapatos y la cámara al golpe del río y como animales de costumbre dialogamos casi por instinto y sin intentarlo, diciéndonos —de a poco— aquello que las parejas de años con el tiempo se prometen. ese sábado en la tarde cenamos con tu familia y hablamos sobre los perseguidos en la época de mayor represión política en el país. esto no es sujeto de poemas que cargamos en la memoria porque la gente, en lo que nos hemos acostumbrado a leer, no hacen ruidos con la boca ni recogen sus cubiertos del piso. insisten en no fregar los platos mientras que alguna de las figuras paternas comenta sobre el tatuaje que se hizo con un amigo luego de volver de la guerra. me acompañas hacia el carro después de despedirme, con una nota doblada y mi nombre escrito en una esquina a modo de dedicatoria. lo que contiene es capaz de cambiar la conclusión de todos los poemas que encontremos de camino, mas por ser sujeto de privacidad, el director prefiere que quien narra se mantenga en silencio, mientras la cámara se aleja y eso que quieres saber va quedando en pura especulación, buscando otro río, un lugar para cenar, después de haber presentado los créditos.    


 

SWIMMING

 

comienza a girar el disco
y tan pronto sincronizan los sonidos
pierdo noción del exterior
 
la banda no aparece desde entonces
en el Nueva York del dos-mil-ocho
se encerraron a masterizarlo que ahora
es su última incorporación de permanencia
 
José y yo los descubrimos unos años por delante
atrapados en un verano de camas compartidas
transmisiones de conciertos enmadrugadas eternas
cantidades de pietaje imposible de categorizar
disimulando la felicidad que nuestros padres mostraban
al vernos juntos los domingos
 
obviando lo alejado que teníamos el corazón
tan entregados a otros temas
cimientos que nos ofrecían la tranquilidad
que ambos en silencio
le exigimos al eterno negocio de las pérdidas

 

para J.I.


 

POEMA

 

pienso en aquello mal narrado
lo dicho fuera de contexto
la excusa justa que nos mantiene
en palabras ajenas
su errada y absoluta perspectiva
 
qué tanta falta hace el practicarnos
el pasear por pensamientos
y dejarlo todo ahí




Jean Alberto Rodríguez-Torres (Bayamón, Puerto Rico, 1997) [él/ellx] es poeta, traductor y músico puertorriqueño. Estudiante de literatura y amigx. Es el autor de Las dimensiones finitas (Ediciones Aguadulce, 2019). Algunos de sus poemas aparecen en revistas tales como: América Invertida, Low-fi Ardentía, Revista Kametsa y Periódico de Poesía. Además, es co-fundador y editor de la revista foto-literaria Demoliendo Hoteles (www.demoliendohoteleslit.com). Así como miembro fundador del proyecto musical Dogs In Old Movies. 




Agnes Sastre-Rivera (Utuado, 1997)

 

 

LO SIMPLE, NO SIEMPRE ES TAN SENCILLO

 

Trato de encontrar el balance perfecto
entre lo personal y la metáfora.
Nunca he sido muy buena con las figuras retóricas
aunque mi abuela me crio
con un complejo conocimiento de la hipérbole,
y me he asociado con la paradoja
durante el paso de los años.

 

Ando creando aliteraciones donde no las hay.
Llevo buscando las palabras necesarias
para contar las cosas sin recaer en lo mismo.

 

Antes me deleitaba pensar
en los instantes minúsculos
que tomamos por sentados.
Podía hablar todo el día de las cosas
más insignificantes
al ojo del detalle.

 

Ahora gasto mi tiempo con prisa,
en las tareas y las cosas
de las que sigo huyendo.
 
Olvido lo que merece más atención,
abrazar a mi abuela en el balcón,
decirle a mi madre lo mucho que la amo,
cantar las noches de regreso a Utuado,
caminar de mano en mano,
ver sus ojos en una hora exacta,
hacer reír a mis amistades
  hasta verles llorar en el piso
  de mi apartamento,
 tomar un café y dedicarle horas
  a las cosas que parecen
  tan comunes y sencillas,
las que hacen el camino más ligero.

 

 


 

A NADIE LE GUSTAN LAS DESPEDIDAS

 

Hace un año que ando practicando la mía
Cada vez que ignoro mi teléfono cuando me habla mi mamá
o cada vez que decido apagar el ruido en mi cabeza y me siento
con los hombros relajados para disfrutar la brisa, los coquíes,
y el sol que me quema el brazo justo debajo de la manga de la camisa,
o las veces que voy practicando a recogerle la cocina a mi abuela
sin que me lo pida
y el tiempo que le dedico a la gente que me gustaría llevar conmigo.
Sigo pensando en el miedo de irme lejos, y regresar para encontrar nada.

 

Con todo y esto, un año no ha sido lo suficiente
para apreciar todo lo que tengo.
Si les soy honesta
no he logrado encontrar lo que una vez
me emocionó de la partida.
Los nuevos comienzos, he decidido,
son una pérdida de tiempo.

 

Tengo miedo de que salga
hacia un país que conozco pero no me conoce
y que no pueda regresar.
Volver parece ya mito
que cuentan solo algunos,
aquellos que han tenido la suerte de la prosperidad.

 

Ando preparando las cuentas y pienso dejar el cuarto
en la casa de mi abuela limpiecito para cuando tenga que volver.

 

Me aseguro que los años se irán más rápido de lo que pienso.
Mami me asegura que los años se irán más rápido de lo que pienso.

 

Pero en cinco años uno se hace y se deshace.
Lo que no le he dicho a nadie es que ando aterrada
de que si tengo la oportunidad de volver, no la quiera.

 

 

 


LAS COSAS PASAJERAS

 

Antes de llegar

siempre hay un viaje que dura más que la estadía.
He viajado tanto que mis memorias
están teñidas por movimiento.
Ya me he acostumbrado a verlas borrosas,
sin definición, ni mucho sentido.
He asimilado los eventos en el tiempo.
Sé que las cosas son pasajeras,
en el camino nada es permanente.
Excepto - quizás - el cansancio
y que en algún momento pararemos a tomar café



Agnes Sastre-Rivera (Utuado, 1997) (ella/elle) actualmente cursa sus estudios doctorales en el departamento de Literatura Comparada de Emory University. En el 2020 culminó su bachillerato en inglés con concentración en Literatura y una certificación de Estudios de Mujer y Género de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Agnes fue una de las fundadoras de Fractal Puerto Rico, un proyecto artístico y educacional. Ha organizado talleres de escritura creativa en escuelas públicas en Puerto Rico, festivales de literatura, y en grupos autogestionados. Su primer libro de poesía pequeñas catástrofes fue publicado por La Impresora en marzo de 2021. 





Marie Rivera López (San Juan, 1996)

 

LA GRAN NOCHE

 

Traigo flores
al nuevo altar
en donde todos se recuestan.

 

Ahogan
memorias de difuntos
con promesas de un paraíso blanco.

 

Parada sobre el altar
veo los cadáveres flotar
con pétalos en sus ojos.

 

 

 

AVIONES DE PAPEL

 

en la mañana
los despegos
de aviones
se convierten en señales
de ráfagas
cuando en la vida comienza a llover.

 

líneas de espuma
tijeras en el cielo
dan forma
de finales
y comienzos.
pensamientos que suelen volver.

 

 

 SANTURCE

 

La barra en Santurce
a la que todos que fueron amigos van
escuchando bandas que tocan local.

 

La barra en Santurce
suena a Los Vigilantes,
                            Dávila 666.

El bartender,
cuando no sirve,
canta también.
La barra en Santurce,
donde lo vi salir a fumar,
desde adentro la veo quemar.



Marie Rivera López (San Juan, Puerto Rico, 1996) es escritora y teatrera. Cursó su bachillerato en Inglés y Drama, y actualmente completa su maestría en Inglés en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Sus micro-obras aparecen en revistas de arte literaria como Tonguas y Low-fi ardentía. Cuando no está dirigiendo proyectos teatrales o el departamento de arte en filmes locales, toma fotografías y escribe viñetas sobre ellas en su cuaderno de bolsillo.




Francisco Félix (Carolina, 1990)

 

I

La ciudad se repite cada noche.
El engaño despierta arropado por escombros.
Hay hombres que suben
a las seis de la mañana,
las escaleras hacia el purgatorio.
Al mediodía los demonios abren el liquor store.
Escribo pasos desde mi balcón.
Los pies que todavía no despiertan
resienten la semana.

 


 

II


Pienso en las plazas redondas
como repeticiones del abandono.
Una virgen nos recordó:
los árboles son préstamos de la tierra.
El olvido nos reclama.

 

 

III

Las balas no interrumpen la poesía.
Escribir por una grieta,
porque la gente rota
es la que intenta componer.
Mientras apuñalo
el papel en blanco
varios nombres que inventé
agonizan de madrugada.
El mundo arde mientras
preparo el desayuno.



Francisco Félix (Carolina, 1990) es escritor. Cursó su bachillerato en Sociología y Estudios Culturales, y posee una maestría en Estudios Hispánicos en la Universidad de Puerto Rico. Fue participante del programa La Práctica de Beta-Local. Ha publicado los libros de poesía Norte invertido(La Impresora), Esta Isla (Alayubia) y las crónicas Sobre los domingos (La Impresora, 2019). Su trabajo ha sido reseñado en El nuevo día y sus poemas publicados en la revista de poesía Low-fi Ardentía, Demoliendo Hoteles (Vol.II).





Daniel Rosa Hunter (San Juan, 1999)

 

PLACER Y CONSTRUCCIÓN

 

Amanece y hay resignación.

PESCADO RABIOSO

 

necesito consumir algo
el libro o la película
de mi voz, detonante y analgésica,
se entiende igual
que el amor visto desde un restaurante chino
a media noche
 
estás libre de mentiras
te mueves como una boca
gateando por la hierba del
lenguaje
 
recuerdas las imágenes
como la piel sensible
del que piensa que mató
 
las heridas son árboles
con pájaros
acostumbrados al tiroteo
nocible
de los nuevos comienzos
 
mi cuerpo está pegado al tuyo
me sigue apuñalando

  

 

 

SÚPER

 

partos huevos lluvias desangramiento
lo importante es ser hijo de alguien
el monumento de la genealogía es un acto del mal
harás algo como reconocer a un extraño
y replicarás en tus acciones la voluntad de tu boca
la vida súper ardiente de una mujer construyéndote
pieza a pieza te inyectará el miedo de la adultez en las coyunturas
estando solo en una habitación cerrada
cada paso dedicado a los huesos de los árboles
apartarás de las sombras creadas
el horror que persigues 




CONFESIÓN

 

  
la garganta pelada no tiene que exagerar entendimiento
no tiene que reconciliar la verdad con la instrucción
la vida de tu abuela pudo haber sido más difícil
sin sus nietos
pero definitivamente no la de tu madre
daniel te escogimos para que cuides de nosotros
calienta la avena con la historia de tu día en la computadora
háblanos del certificado
que te dan las películas que ves
cuando seas anciano procura haberte comunicado
al menos con tu hermano para que no muera primero
si la demencia corre en la sangre tendrás que saber
quién es la familia
y quién acaricia los objetos de una bolsa
repitiendo la acción de herirse



Daniel Rosa Hunter (San Juan, Puerto Rico, 1999). Es poeta y narrador puertorriqueño; estudiante de Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras. Ocasionalmente toma fotografías analógicas y trabaja como mesero en un restaurante de mariscos. Es cofundador y editor de la revista foto-literaria Demoliendo Hoteles (demoliendohoteleslit.com) y coordina el blog Los apuntes (empiricalchairs.com). 





Gabriel Meroli (Maricao, 1996)

 

 

«La mar entre tu ombligo

en mi volcán se derramó».

 

- D.Me3

Islas estrellándonos
            la una con la otra
para fundir, enigmáticamente
            nuestras capas de humus
que se estiran y estiran
(¡y vuelven a estirarse!)
para quebrantujarse
en el cielo de la boca.
En el beso los ojos huelen
            el sabor a calor
y derrítense al sentirse,
penetrados por la sonrisa cómplice.
Las algas y gramas
            pobladoras de (las no) nuestras geografías
albergan en sí,
            el verdadero oro
            que Colón (Mojón) fracasó en robarnos
                        (porque imposible es).
Un erizo se nos incrusta en la entrepierna
            y en su areito acuático
            dispara estrellas blancas
            (¿o son aguavivas?)
para, fugazmente, trazar la ruta
de nuestrxs cuerpxs unx.
Archipielagándonos:
            erosión contra erosión,
            quebrar, gemir, volver;
            volcán, mar, ombligo.
Amadiéndonos
                        los
            frag     m
                                   e
                                               n
                                                           tos
al terminar
este nuestrx (no nuestrx)
juracán de pieles.


Me a(t/f)erra saber que con morir la vida se resuelve.
Tan sencillo como 3 segundos, y toda esta pena al viento besa.
Con el revólver sobre los labios de icaco
grajeo la bala de la cual pende mi frágil existencia.
Constantemente me cuestiono cómo sería,
si de la nada cediera, ¡por loquera!, a ese fugaz sentimiento.
Vibración que congela el tiempo, que (tras)pasa la vida fílmica ante mis ojos.
En el bolero con La Muerte, danzo entre navajas de filosofía latente…
sabiendo la coreografía que ante el mundo trae sonrisas.

 

¿Y si decidiese no seguir más estos pasos;
volverme medusa y estirarme por las Antillas,
hacerme guatibirí para cantar la canción de La Caribe?
Quisiera que en mis pulmones florecieran la ceiba, el guayacán y el almendro.
De estos pulmones-árboles daría mar picao a la garganta,
cual emanaría el oxígeno libertador de la lucha en fonemas.

 

Es por eso que (se) me a(t/f)erra el pensamiento a la garganta.
Veo el mundo desprenderse como anón de campo maduro
el cual pacientemente, espera por los murciélagos y las opías.
La insistente garganta emética de víboras y demonios
chamusca la pregunta idiota de la vida:
¿qué ha de ocurrir si doy dosel a mi cuerpo
en la sinfonía en azul que orquestan
las anguilas de la mar-perla de La Caribe?
Aquella cama de arrecifes y monstruos marinos
de los cuales solo la Poesía logra pregonar.
¿Yo? ¿Le importaría a alguien si vuélvome alga?

 
¡Cuántas cosas dirán de mí, si feneciese,
si ante este beso de pólvora al gatillo cediese?
Cuántos secretos, cuántas atrocidades…
quizás hasta lo peor: ¡a nadie le importe un carajo!
Pero qué sabré yo… si solo soy
una efímera constelación de polvo
y si he de matarme ahora,
mi cuerpx devendría cadáver,
mi lengua añicos fundidos entre pólvora y sesos,
y yo a un (con suerte) nostálgico pensamiento
(inmortalizado en Poesía).

 

 

Dios:
araña adrúpeda
de colonial telaraña,
es(cupe) la niebla penetrante
hasta el tuétano de la memoria
que adoctrina con su trueno
la docilidad del alma subyugada,
seguidora y tuerta ante la mentira;
es(talla) fuego invasor cuya flama
engañosa mueve las rocas
del cielo para restrellarlas
contra la carne-prisión
donde habita el cocuyo
cual intelecto fluorescente
se difumina tras la búsqueda
del hoyo negro gravitacional
con el que se devora la existencia
a gringolazos de reglas divinas,
escritas por nada y por nadie,
sino que por el imperio de las sombras
atragantador del arrebol creativo
que posee la luz de la frente;
es(tornuda) la momia inmortal
que desde la metafalsaverdad
teje los engaños por los
siglos de los siglos
hasta adormecer el mundo
meciéndolo en su mandíbula
tóxica, necrótica, clavadora
de una imagen
que le roba la esencia suya
de la Libertad;
es(culpe) Dios la muerte
en vida que se aprovecha,
necrofílicamente,
para clavar la humanidad
con sus mandamientos
escritos en mierda
e involucionar así
el cocuyo
que alumbra
el espíritu de la conciencia.


Gabriel Meroli; éllx (1996). Mayagüex, Borikén. Metaforista rebulerx formade entre la entraña de Maricao, la sal caborrojeña y la sombra del petate. Está encargade de la contraeditorial La Ecu. Es su Verbo grito poesófico de Lucha anticibercolonial; busca reivindicar el areito guardado en la médula de su (no suya) Islarchipiélaga-cuerpa caribeña.




Angelía Mar Rivera (Coamo, 199?).



Perderse en su propio país es vergüenza,
perderse en su pueblo es elemental
perderse en su hogar es el anticipo de un trauma que solo se puede quitar
con un baño de agua fría,
un reboot al inconsciente.


Un sueño donde regresas al trabajo anterior
con tu uniforme de escuela.
Te lavas la cara,
respiras y ahí regresas al mundo.
A servir.

Qué mundo.



QUEDARSE ES UN ACTO DE BRAVURA


If you stay you can sing to me
Sweet melodies
Sabina's songs

Si acaso decidieras irte
Moriría en un atardecer
y muriendo con camisa clara
y maletín pesado

Cerca de la villa añeja
Que me criase
[Fuese desenterrada por gigantes inversionistas y comerciantes árabes en la ciudad brumosa]

Voy a transfigurarme con el cerebrito que me brinde tu imagen
Susurraré tu nombre en silencio
Te imaginaré monoestrellada
Simple
como lengua materna
Batita blanca

Sola se queda
Solo me quedo
Con los deseos
De traducir el viaje de regreso
sin vuelta

Please, sing for me
I love folk songs
The ones that my father used to play
with the band
Come on
Let's flow with the music.

Down to my knees
I have a lavanda
That relax deeply
My entraña
Vivir con un gato es más saludable que ser pentecostés creer en dios por imposición
Pensar que lo mejor que nos ha pasado
Son los impuestos

Es que por eso cierran las fábricas
Por deuda
Es que no pueden pagar
Escogen pagarle al pueblo puertorriqueño que a los acreedores
Solo que se queda quien no domina full el idioma inglés
Y quien quiere dar la batalla
A sabiendas de que el hoyo negro nos espera
Para sucumbir con nuestros sueños
Infinitamente dulces
Infelizmente amargos.
Amanece
Voy caminando hacia la ciudad en busca de trabajo
Todo es miseria
...
Regreso a regocijarme con tu dulce mahón blanco
hundiéndome los dedos
acabalgo
Y me olvido de todo. 




COLONIAL PARTY


Que se joda la locura
lo que quiero es aventura  
ven conmigo
sin guapura
quiero que bajes
a mi contra armada
te des un paseito
por esta poza sin agua
y limpies un poco del uso
que le dieron antes
tus hermanos amantes
vamos ven
tú sabes lo que quieren ver
los adolescentes
desafiantes
almirantes de otredad
mamabichos de placer

Mamabicha no existe
es el o la mamabicho(s),
como expresa el dicho
si abandonas tu ser
abandonas tu posada.

He dicho
cosas que sobregiran de clichés
verás de mí un perfil sobresaliente
entre todas las mujeres altivas taconeras
you will see my style
and with my family
you will see my
vínculo familiar
and all the differences

Finally
la letra que me guía
lleva el rumbo placentero
de Buñuel
y plantea narrativas
sin orden infligido
Salvo la locura surreal
de vivir
con este único humor colonial
que nos arrebata de la risa


Angelía Mar Rivera Barreto es de Coamo y actualmente vive en Rio Grande con su novio, su gato y su perra. Su primer poemario, Posando Desnuda(2017), impreso en el taller La Impresora. Algunos de sus poemas han sido publicados en El Vicio del Tintero (2013), revista literaria de la Universidad de Puerto Rico recinto de Mayagüez, también en Voz de Voces, revista Coordinadora Paz para la mujer.






Poesía de Reinaldo Arenas (The parade ends y otros poemas)

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 The parade ends



Paseos por las calles que revientan,
pues las cañerías ya no dan más
por entre edificios que hay que esquivar,
pues se nos vienen encima,
por entre hoscos rostros que nos escrutan y sentencian,
por entre establecimientos cerrados,
mercados cerrados,
cines cerrados,
parques cerrados,
cafeterías cerradas.
Exhibiendo a veces carteles (justificaciones) ya polvorientos,
CERRADO POR REFORMAS,
CERRADO POR REPARACIÓN.
¿Qué tipo de reparación?
¿Cuándo termina dicha reparación, dicha reforma?
¿Cuándo, por lo menos,
empezará?
Cerrado... cerrado... cerrado...
todo cerrado...
Llego, abro los innumerables candados, subo corriendo la improvisada escalera.
Ahí está, ella, aguardándome.
La descubro, retiro la lona y contemplo sus polvorientas y frías dimensiones.
Le quito el polvo y vuelvo a pasarle la mano.
Con pequeñas palmadas limpio su lomo, su base, sus costados.
Me siento, desesperado, feliz, a su lado, frente a ella,
paso las manos por su teclado, y, rápidamente, todo se pone en marcha.
El ta ta, el tintineo, la música comienza, poco a poco, ya más rápido
ahora, a toda velocidad.
Paredes, árboles, calles,
catedrales, rostros y playas,
celdas, mini celdas,
grandes celdas,
noche estrellada, pies
desnudos, pinares, nubes,
centenares, miles,
un millón de cotorras
taburetes y una enredadera.
Todo acude, todo llega, todos vienen.
Los muros se ensanchan, el techo desaparece y, naturalmente, flotas,
flotas, flotas arrancado, arrastrado,
elevado,
llevado, transportado, eternizado,
salvado, en aras, y,
por esa minúscula y constante cadencia,
por esa música,
por ese ta ta incesante. 





Autoepitafio

Mal poeta enamorado de la luna,
no tuvo más fortuna que el espanto;
y fue suficiente pues como no era un santo
sabía que la vida es riesgo o abstinencia,
que toda gran ambición es gran demencia
y que el más sórdido horror tiene su encanto.
Vivió para vivir que es ver la muerte
como algo cotidiano a la que apostamos
un cuerpo espléndido o toda nuestra suerte.
Supo que lo mejor es aquello que dejamos
—precisamente porque nos marchamos—.
Todo lo cotidiano resulta aborrecible,
sólo hay un lugar para vivir, el imposible.
Conoció la prisión, el ostracismo,
el exilio, las múltiples ofensas
típicas de la vileza humana;
pero siempre lo escoltí cierto estoicismo
que le ayudó a caminar por cuerdas tensas
o a disfrutar del esplendor de la mañana.
Y cuando ya se bamboleaba surgía una ventana
por la cual se lanzaba al infinito.
No quiso ceremonia, discurso, duelo o grito,
ni un túmulo de arena donde reposase el esqueleto
(ni después de muerto quiso vivir quieto).
Ordenó que sus cenizas fueran lanzadas al mar
donde habrán de fluir constantemente.
No ha perdido la costumbre de soñar:
espera que en sus aguas se zambulla algún adolescente.




Sonetos desde el infierno

Todo lo que pudo ser, aunque haya sido,
jamás ha sido como fue soñado.
El dios de la miseria se ha encargado
de darle a la realidad otro sentido.

Otro sentido, nunca presentido,
cubre hasta el deseo realizado;
de modo que el placer aun disfrutado
jamás podrá igualar al inventado.

Cuando tu sueño se haya realizado
(difícil, muy difícil cometido)
no habrá la sensación de haber triunfado,

más bien queda en el cerebro fatigado
la oscura intuición de haber vivido
bajo perenne estafa sometido.

Última luna

Por qué esta sensación de ir a buscarte
hacia donde por mucho que vuele
no he de hallarte.
Qué terror sin tiempo ahora me impele
a por sobre tanto terror siempre evocarte.
No ha de encontrar sosiego nuestra pena
(que hallarlo sería comenzar otra condena)
y por lo mismo jamás cesaré de contemplarte.
Luna, una vez más aquí estoy detenido
en la encrucijada de múltiples espantos.
El pasado es todo lo perdido
y si del presente me levanto
es para ver que estoy herido
(y de muerte)
porque ya el futuro lo he vivido.
Ésa, indiscutiblemente, ésa es la suerte
que por venir del infierno arrostro.
Extraña amante,
sólo me queda contemplar tu rostro
(que es el mío)
porque tú y yo somos un río
que recorre un páramo incesante,
circular e infinito:
un solo grito.




De noche los negros

 

OH, sí, ya sé que todo esto son inútiles artificios para retardar el degollamiento.

            Oh, sí, ya sé que el gran estallido será inevitable (mediocre, oscuro) y que de nada me servirán armonías, análisis ni blasfemias.

            Pero cuando están clausuradas todas las posibilidades, cuando ya se han agotado urinarios y calzadas: ah, poema; ah, poema; ah, horrible.

            Cuando las furias. Cuando el deseo se deshace en inútiles interrogaciones, cuando el cansancio suple al deseo, cuando la derrota aniquila al deseo, cuando la madrugada neutraliza al deseo: ah, poema; ah, horrible.

            Es aquí donde convergen los grandes andamios y las paralelas y metálicas furias por las cuales se desliza nuestra sangre, nuestra única sangre, nuestra sangre de siempre, la más dulce.

            Es aquí donde el humo esparce muleconas en la tarde animosa. Son nuestros huesos que fluyen en los abismos de la perenne furia. Son nuestras vidas que se derriten en las infatigables fornallas de la isla.

            Ah, poema; ah, poema.

            He aquí como para sobrevivir (para sobrevivir siempre, poema) te has convertido en la recompensa de las tarde estériles y en las justificaciones del aborrecido.

            Llegamos, y aquí están las altas torres, y las infatigables calderas, saludándonos.

            Llegamos, y aquí está el implacable código desplegándose, y el verde, el verde; las aristas del verde, engulléndonos.

            Llegamos, y un fraile mientras se masturba con el arpón de una cruz, nos convierte automáticamente al cristianismo gracias a una bula pontificial.

            Llegamos, y un pirata, mientras saquea nuestro sudor nos enseña, de paso, con un puntapié, el significado de la palabra patria.

            Virgen, y a todas estas el flamboyán, reventando sus rojas corolas al final de la tarde.

            Virgen, y a todas estas el antiguo deseo, las antiguas proporciones de la dicha, el antiguo sentimiento. Y el padecer y añorar como si aún fuéramos humanos.

            Virgen, y a todas estas la insolente llamada, los pistones girando; la gran rueda, y nuestros brazos que enarbolan mochas, que se alzan, que hacen sucumbir la plantación a los pies del jefe de brigada.

            Guarda tus notas, hijo mío; guarda tus notas, pues nada será más provechoso para tu imaginación que este golpe de guámpara incesante, que este roer de la claridad incesante.

            Guarda las palabras escogidas, hijo; guarda las palabras rebuscadas, querido; pues ninguna palabra, por muy noble que sea, le dará más vigencia a tu poema que el grito: ¡de pie, cabrones!, rayando siempre el alba.

            Guarda esas libretas, queridísimo; guarda ese minucioso acaparamiento de citas y frases decisivas. La poesía, al igual que el porvenir, se gesta en el vertiginoso giro de un pistón de 4 tiempos; en el mareante desfile de las carretas cañeras y en la árida voz del que te ordena más rápido, más rápido. Oh, la poesía está aquí, en la parada al mediodía para el trago de agua sucia. Oh, la poesía está aquí, en el torbellino de moscas que ascienden a tu rostro cuando levantas la tapa del excusado.

            Con la creación del bocabajo (ta bueno ya, niño; ta bueno ya, mi amo; ta bueno ya, señó) es indiscutible que se inaugura toda una escuela literaria.

            Donde florece el espanto, donde florece el espanto, allí está tu victoria; donde florece el espanto (¿dónde no?) allí está el inmenso arsenal donde todos, sin distinción de colores ni filosofías, podrán ir a beber.

Donde florece

Donde florece

Donde florece el espanto

            Poeta,

allí estás:

            La augusta maricona, con su insoluble y metafísica angustia (quién me entollará hoy, quién me entollará mañana) vagó inútilmente hasta el alba; regresó. Y se hizo inmortal.

            El soldado (a quién mataré hoy, a quién mataré mañana), padeció de pronto la obsesión de las revelaciones. En un acto público, en medio del espectáculo, disparó contra una de las venerables cabezas. Disparó, no acertó, mas se hizo inmortal.

                        Viajeros, oh viajeros,

aunque ustedes lo ignoren (como lo ignoro yo),

aunque ustedes solo vean los destellos de un

nuevo terror (como lo veo yo),

aquí se está gestando el porvenir; sí,

aquí, todos unidos, mansamente unidos,

apretamos un poco más la tuerca

y escalamos un peldaño de la

«Historia».

                        Tú también lo aprietas,

viajero.

Tú también.

            Mas, ¿es que alguna vez ha dejado de hacer la historia a golpe de rebencazos, zurriagazos, latigazos, estacazos (y continúe usted aportando variedades de janazos)? Esto no es secreto ni para un monje cartujo. Ah, hasta los más empedernidos humanistas, instalados en su segura cobardía, justifican ya cualquier violencia.

Ya ves como ni los conventos se declaran en recle.

Ya ves como quieras o no optas siempre por la balsfemia.

Ya ves como quieras o no sonríes cuando te estampan el

            gallardete,

Héroe.

            El día estalla en innumerables días que se prolongan hasta el último día. Con él los negros, a golpe de garrocha, salen del barracón. El mayoral vigila, la contramayoral ordena; la caña aguarda. El negro acata. Y el día estalla en innumerables días, en un largo día, que se prolonga hasta tu muerte.

            A veces un negro

se lanza de cabeza a un tacho,

hasta sus huesos se convierten

en azúcar.

Aumenta la cuota, nada sensacional ocurre,

¿acaso no se lo iba a comer de todos modos

el azúcar, el ta ta ta, el ta ta ta, incesante?

            A veces un negro

abre las fornallas

y se lanza de cabeza a la caldera.

            Esto no causa ninguna interrupción,

después de todo, el negro puede pasar como carbón de piedra. Y son escasos los objetos que echados a una caldera no ardan.

            Además, ¿de todos modos?, ¿no iba la caldera a consumir su vida? ¿El guirindán, el guirindán, incesante.

            Al alba, con el toque del Avemaría se inicia la jornada.

            «Y aquellas cabezas rapadas

surgiendo como soles negros

en el horizonte occidental, ¿no eran

realmente un gran espectáculo?»

Ah,

al amanecer,

mientras se reparten los guantes y las mochas y los tractores levantan montañas de tierra que baten contra las paredes del campamento, mientras se planifican las peripecias del espanto, ¿habrá tiempo para masturbarse?, ¿habrá tiempo para darle coherencia a alguna imagen excitante?, ¿habrá tiempo para la rápida inspiración, para la eficaz erección, para la violenta y compulsiva eyaculación?

            El adolescente medita (pero, ¿hubo tiempo para meditar?). El adolescente hunde sus manos en los calzoncillos verdes (el color de la época). Hay que darse prisa, hay que darse prisa. Pero, he aquí que ya llegan los otros; alguien se orina; alguien grita que se caga; todos quieren apoderarse de las letrinas.

No hay tiempo

no hay tiempo

            La patria os llama, hijos amantísimos.

Se invocan los héroes,

se citan los muertos.

            Toda la sangre derramada sobre la tierra en cualquier momento de su cansona biografía se te recuerda para que tú des la tuya, oh hijo amantísimo,

oh hijo queridísimo, hijo mío.

Sonrisas.

            De noche los negros. Su larga sonrisa es una sábana castañeteante.

            De noche los negros. Sus manos torturadas son garras invisibles, aún insospechadas.

            De noche los negros. ¿Hay tiempo para pensar? ¿Hay tiempo para emitir un quejido? ¿Hay tiempo para darle coherencia al furor?

            De noche los negros. No me preguntes. No me atosigues con patrióticas y elevadas interrogaciones. No me acoses. Yo solo deseo una esquina no vigilada por el guardiero, un plantón invisible. Yo solamente quisiera tirarme allí, donde los cagajones resecos, y no me preguntes más.

            De noche los negros. ¿Conoces tú el significado de la palabra calimbar? Acaso tu abuelo conjugó ese verbo, uno de los grandes aportes de la lengua castellana.

            De noche los negros. ¿Relatan historias de capiangos, de meri-meri? ¿O adoran secretamente el font-font del contramayoral?

            De noche los negros. ¿Se distinguen en el manguial, entre las sombras? ¿No pueden salir corriendo?

            De noche los negros. Son fantasmas disciplinados ya por el terror.

            De noche los negros. Son el remoto gemido de un tamtam petrificado por las experiencias del hiere-pies, por las jaurías y las indigestiones de la mabinga.

            De noche los negros. Dejan de ser negros. Son tristes, no pensativos. Están fatigados. Desean

descansar.

Ah, ¿pero conoce usted el significado

de la palabra

reenganche?

Ah, ¿pero no ha actualizado usted su vocabulario?

            ¿No sabe usted, por ejemplo, lo que quiere decir «planchar un campo de caña»?

            ¿No sabe usted, por ejemplo, lo que significa «calorizar el encuentro fraternal»?

            ¿No sabe usted, por ejemplo, señor arribado de tierras distantes, simpático mariconzuelo acompañado de su esposa bilingüe y humanista, no conoce usted el verbo reenganchar, el verbo calimbar, el verbo recaptar, o el efecto de hacer conciencia? Francamente debe usted pasar una escuela, un cursillo de esos, rápidos y eficaces, donde la calidad revolucionaria se demuestra, ante todo, pelándose al rape.

            En el cuartel, las rosas.

            Las grandes rosas de papel. Miles de manos femeninas y voluntarias han trabajado esos ásperos cartones. Para no robarle tiempo a la producción, cada recluta pondrá solamente la dirección de su madre. La rosa lleva un letrero: aquí en mi puesto, felicidades. Miles de manos amorosas recibirán la tarjeta.

            Miles de manos amorosas, ¿olerán la rosa?

            Virgen purísima, y a todas estas el gran flamboyán con sus regias corolas inundando la tarde.

            Y a todas esta tú, cándida, inexistente y gentil, bendiciendo el vacío.

Virgen

ah Virgen.

Ah, virgo de la Virgen.

Ah.

            Virgen: hay miles de jóvenes metidos en los lugares más insólitos de la Isla. Ellos se levantan antes que el día y cortan, cortan. A las 12, si no hubo asamblea o chequeo de emulación, una carreta lleva las cántaras llenas de agua sucia y (felizmente) tibia. Se hace fila, se almuerza, y a la una se toma de nuevo la vereda del campo. Las cañas saltan en el aire; las cañas son cortadas en tres trozos en el aire. Cada machetero va dejando un reguero de cañas ya cortadas, un reguero de furias ya cortadas; va dejando, va dejando un reguero de juventud ya cortada. Al oscurecer, luego del metódico repile para que la alzadora pueda depositar las cañas en el camión (exigen normas técnicas), se regresa al barracón, de noche. Hay miles y miles de jóvenes, Virgen, a los cuales tú podrías consolar a la hora del regreso subiéndote un poquito más la saya, dejando entrever algo que esté más allá del tobillo y más abajo de la sagrada diadema, mandando a la porra aureolas y esferas y volviéndote, finalmente, algo útil, algo palpable, algo perfectamente penetrable.

            Virgen, Virgen, aun cuando no estés a la moda, aun cuando vengas enredada en colores, trapos y grasas, ellos quieren un hueco. Virgen; ellos quieren un hueco, no un hueco virgen. Y yo no puedo complacerlos a todos. Virgen.

            ¡Son miles y miles, son miles y miles! ¡Virgen!

                                                                                              Verde y polvorienta

la gran plantación

se echa a los pies

del gran dirigente,

de recorrido en su Alfa Romeo por los centrales de avanzada.

            Manos de recluta (7 pesos al mes por 3 años) limpian el parabrisas de este magnífico automóvil de factura occidental.

            Manos de recluta hacen sucumbir los agresivos tallos a los pies del distinguido personaje.

            Manos de recluta manejan las máquinas que conducen los tallos al central.

            Manos de recluta conducen el vehículo (llegó la hora de la despedida) en el que se aleja el alto personaje.

            Manos de recluta (al oscurecer) descienden la bandera.

            Voces de recluta gritan: «Campamento atenjó».

            Voces jóvenes y aún fuertes –voces.

            Voces increíbles y roncas, potentes –voces.

            Manos jóvenes de recluta se tapan la frente.

            Saludan.

            ¿Quién aún tiene la suficiente furia, la insolente inocencia para decidirse a trepar las montañas (otra vez, otra vez) que se alzan firmes y legendarias al final de la exquisita llanura, como montañas?

            Al Avemaría la dotación apareció en la plaza. (Amanecía.)

            El contramayoral traía a los testigos con mazas y cadenas, y los macuencos se movían con lentitud. Cada cimarrón fue reconvenido a razón de 500 zurriagazos. Luego se les ordenó a todos iniciar el trabajo. A la oración los trajeron de nuevo. (Oscurecía.) Entonces el amo les dio permiso para bailar tambor.

            De noche los reclutas inician las premoniciones de un día de descanso. Remiendan trapos, aniquilan incipientes barbas; enjabonan testículos y falos aún sin estrenar. Retozan. Más allá, el central, enjaezado de luminarias como una catedral medieval en tiempos de la cuaresma, chisporrotea contra la negrura.

            De noche los reclutas. Inventan resonancias con manos  y literas. Con cáscaras inventan juegos de barajas. Fabulosas mujeres inexistentes. Inventan recursos para no oxidar la memoria.

            Llegamos.

Y ya todo estaba previsto,

los grandes planes futuros,

los grandes terrores presentes, las altas tierras de la Isla

acorazada por su perenne espanto.

            Llegamos y no hay nadie esperándonos

ni siquiera para decirnos que regresemos.

No hay nada, sino la orden inacabable,

la resolución a largo plazo,

los carteles donde se nos muestra el futuro.

y la gran plantación de caña donde se nos aniquila

el presente.

            Llegamos

y aquí están ya los grandes artefactos mecánicos listos para ser conducidos.

            Llegamos

y aquí están ya las inevitables planillas (sexo, edad, nombre del padre, nombre de la madre, peso, actitud ante el trabajo, integración y conciencia revolucionaria, conducta, color de los ojos) listas para ser llenadas.

            Llegamos

cuando ya era demasiado tarde para dejar de aplaudir.

            Llegamos

cuando ya era imposible seleccionar nuestro infierno.

            De noche los reclutas. Se tiran almohadas, exhiben sus sexos; juegan a que no son hombres para poderse manosear recíprocamente.

            Luego, rendidos, se extienden sobre las literas

tan solo por un rato

y entregan sus sueños a las especulaciones de la Sección

Política.

            De noche los reclutas. No tienen color, no tienen deseos, no tienen pensamientos, ya.

            No tienen juventud, ya.

            No tienen relucientes ni agresivos instrumentos, ya.

            No tienen un cansancio inmenso.

            Desean dormir.

            Déjalos.

            Mira cómo flotamos. Mira cómo nuestros cuerpos se deslizan cual anguilas. Mira cómo en el fondo se unen nuestros dedos largos. Fuimos al cayo a través del manglar. Corrimos por entre troncos secos, mosquitos, pantanos, para que no nos cogiera la noche. Pisamos la tierra que se resentía y supuraba fango. Y vimos millones de cangrejos, aún pequeños, emergiendo, corriendo asustados (una muela en alto), integrándose a la costa pantanosa. Al anochecer ya estábamos de regreso; pero antes le otorgamos una mirada final al sol, clásica bola de fuego cayendo tras un palmar en acoso.

            De noche.

            De noche.

            Hay fiesta. Ha llegado mayo con los inevitables y efímeros oropeles de la primavera tropical (pronto el verano los devorará). Y como estamos al final de zafra, el amo ha decidido que hoy sea el día tabla. El barullo se inicia en un rezo, junto al barracón. La negrada está ya reunida a su alrededor. La fiesta comienza por cantos y batir de palmas. Pero al llegar el amo, el bongó comienza a retumbar y una pareja sale del corro. Una matungo hace de bastonero. La pareja empieza a perseguirse en síncopes, tratando de abrazarse con los cuerpos, pero las notas del bongó vienen siempre a estorbar el entronque. El ama sonríe por el colmillo. El amo ríe a carcajadas. Todo el afán de los danzantes está en enlazar alguna parte de su cuerpo menos los brazos, para esto disparan los muslos, se mueven las cinturas, se encañonan los bustos, arremolinan las nalgas. Pero las percusiones saltan entre ellos, haciéndoles retroceder y avanzar sin permitirles lograr su objetivo. Al comienzo, los movimientos son moderados y las percusiones lentas; pero ya los bailadores se han emborrachado de música y han perdido el control. Ahora comienza la verdadera danza. El tam-tam, furioso por el contacto con el fuego, empieza a retumbar, dominando al bongó. Los negros danzan en torno a la hoguera deteniéndose ante el guardiero que les moja las bembas. Los tambores emiten ya un aullido largo y cavernario. Todos, hombres, mujeres, mulecones, muleconas, se han incorporado a la frenética danza… El amo, el ama, el mayoral, la contramayorala y los niños, vinieron a ver comenzar la danza, pero se retiraron pronto.

            En qué aguas

se reúnen el que cuenta el terror

y el terror que se cuenta.

            En qué abismo furioso perece

la música y el danzante.

            Quién es el que interpreta.

Quién es el que padece.

            Cuál de los dos es el autor

del trágico mamotreto.

            La noche. Y abril estallando con sus infinitos oropeles.

            ¿Quién define el estruendo de la infatigable

derrota, del alambique infatigable?

            ¿El mismo estruendo?

            ¿El que oye el estruendo?

            ¿El que padece el estruendo?

            ¿El que grita y se abrasa?

            ¿El diluvio o su emocionado cantor?

            ¿Cuál de los dos gritos llegó a mi

oído?

            Virgen, Virgen.

Aquí estoy,

husmeando letrinas, mirando –a la hora del baño–

los divinos y esclavizados cuerpos del momento

y tratando de sacarme un alarido

algo más alto que el estruendo de las duchas

y los ahogados suspiros que emanan de los cansados

y desnudos cuerpos.

            De noche los negros.

            Hay siempre el restallar del látigo en la insólita atmósfera.

            Hay siempre la flotilla de vigilancia muy cerca de la costa.

            Hay siempre como el signo, la oscura señal de la maldición guareciéndose en nuestra sonrisa.

            De noche los reclutas.

            Hay siempre la sirena del central, infestando, infestando.

            Hay siempre el chillido metálico que te llama para que apagues un campo de caña.

            Hay siempre la invariable nube de mosquitos y el inconsciente gemido del adolescente.

            De noche los negros.

            Hay siempre la restallante blancura del percal en que se envuelve el cuerpo del amo a la llegada de la primavera.

            Hay siempre

los cantos lúbricos, los cantos litúrgicos, los cantos guerreros, el infatigable aullido de los perros, y ¿el consuelo?

            Hay siempre

más allá del imposible descanso; más allá aun de la fatiga y del acoso, alguien que te acosa y te fatiga, que te exige, que te recrimina y ofende, que te premia con un garrotazo y con la muerte.

            De noche los negros. ¿Son «almas que gimen»? ¿Son aguas que fluyen? ¿Son perros que ladran? ¿Son cosas que revientan?

De noche los negros, ¿son negros?

            De noche los reclutas. Solo hay una orden, la de no descansar. Solo hay un futuro, el de no descansar. Solo hay un pasado, el de no recordar.

            De noche los negros. ¿Hubo chequeo de emulación intercampamento?

            De noche los reclutas. ¿Dónde terminan las transfiguraciones del guardiero?

            De noche los negros. Hay un peso inalzable en el sitio donde debieron albergarse los recuerdos.

            De noche los reclutas. Hay una extraña bestia que lanza coces, lenguazos de fuego, apabullantes sentencias, donde debimos pasearnos esta tarde.

            De noche los negros. Son negros, son reclutas, son bestias que giran violentas y torpes; fatigadas y torpes; hambrientas y torpes; esclavizadas y torpes.

            De noche, ¿son negros? De noche, ¿son reclutas?

            Son sombras que estiran su furia sobre un hierro con patas, la cama; son sombras que extienden su hambre sobre una tabla con patas, la mesa; son sombras que ahogan sus sueños en un tanque con patas, sus cuerpos.

            De noche, de noche.

            de noche los negros

            de noche, ¿se distingue el color de su piel? ¿se distingue el color de su angustia?

¿se distingue el color?

            De noche, de noche

            de noche los reclutas,

¿saben ellos la dimensión de la estafa que padecen?

            He aquí que la llegado el momento en que dos épocas confluyen.

            He aquí, otra vez, la vil estación de los ritos y de los sacrificios

en honor a los muertos ilustres

            He aquí otra vez las grandes consignas,

el reventar de la historia.

Y todos fervientes inauguramos las fiestas de las Lupercales.

            Mientras, a un costado de la antigua mansión abandonada urgentemente por sus propietarios asciende de nuevo el olor de la enredadera.

            ¿Alguien lo siente?

            ¿Alguien presiente el legendario homenaje que nos lanzan esas flores mínimas?

            ¿Alguien que no chille, que no aplauda, oye el antiguo chillido?

            ¿Alguien que no aplauda, alguien que en este mismo momento no ríe

oye la estruendosa, la perenne carcajada de la tierra?

                        Pero hay que

aplaudir

bajar el lomo y aplaudir

levantar la mocha y aplaudir.

            Hay que cortar toda la caña sin dejar de aplaudir.

            Al son del látigo, loado sea Dios.

            Al son de los testículos cloqueantes en medio del cañaveral y el aullido del guardiero, loado sea Dios.

            Al son de las magníficas espuelas que revientan mulas y tu vida, loado sea Dios.

            Al son del bocabajo (ta bueno ya, ta bueno ya, ta bueno ya), loado sea Dios.

            Al son del trapiche que a veces de un tajo nos lleva una mano, loado sea Dios.

            Al son del sudor, al son de la inmensa caldera que oscila, al son de los tachos que giran, que giran, loado sea Dios.

            Al son de los perros que, extremadamente diestros, no supieron traer con vida el cuerpo del cimarrón, loado sea Dios.

            Al son del ahorcado balanceándose a mitad del camino para que sirva de ejemplo, loado sea Dios.

            Al son del zurriagazo y la voluntaria zambullida en la caldera (único acto voluntario que puede ejecutar un negro esclavo a lo largo de toda su vida) loado sea Dios.

            De noche.

            De noche.

            De noche.

            De noche se celebran los encuentros entre brigadas.

            De noche se celebran los juicios populares.

            De noche se condena a 30 años a un recluta porque se disparó un tiro en la pierna

pues ya no resistía.

            De noche

            De noche.

            ¿Alguien siente el desesperado crepitar de la Isla donde millones de esclavos (ya sin color) arañan la tierra inútilmente?

            No hay nada que decir, sino inclinarse y escarbar.

            No hay nada que decir sobre la libertad en un sitio donde todo el mundo tiene el deber de callarse o el derecho a perecer balaceado.

            No hay nada que decir sobre la humanidad donde todo el mundo tiene el derecho a aplaudir o perecer balaceado.

            No hay nada que decir sobre los sagrados principios de la justicia en un sitio donde todo el mundo tiene el derecho a inclinar su cuerpo esclavo, o sencillamente, perecer balaceado.

            (Qué claro, qué claro está todo: ni grandes frases, ni complicadas especulaciones filosóficas, ni el poema hermético. Para el terror basta la sencillez del verso épico: decir.)

            Hay que decir.

            Hay que decir.

            En un sitio donde nada se puede decir es donde más hay que decir.

            Hay que decir.

Hay que decirlo todo.

Ah, pero, ¿ha visitado usted el círculo que forman las casas de vivienda y que se conoce con el nombre de batey?

            ¿Visitó usted ya el trapiche, la casa de calderas, la casa de administración, los almacenes, la gran casa del amo y los árboles de recreo? –los naturales tenían la Casa de la Tristeza, nosotros la sustituimos por la Casa de Contratación–. Todo, desde luego, lejos de los barracones, donde no llegue el hedor.

            Ellos marchan en filas, y usted agita la cucharilla en el vaso.

            Ellos son mal albergados, son mal alimentados, se bañan, si llega el carro del agua; apenas si duermen. Y usted agita la cucharilla en el vaso.

            Ellos son citados por una orden impostergable. Ellos son pelados al rape; son envueltos en telas ásperas. Ellos tienen que soportar el calor con esas telas. Ellos no pueden hablar si no se les autoriza. Y usted agita la cucharilla en el vaso.

            Ellos salen una vez al mes (48 horas de permiso), pero no pueden llegar a la casa pues el transporte está dedicado al tiro de la caña. Y usted agita la cucharilla en el vaso.

            Ellos padecen plagas colectivas; sin querer se sacan los ojos con las filosas hojas de la caña; queriendo se cortan las manos para obtener una licencia. Y usted agita la cucharilla en el vaso.

            Ellos beben agua podrida; ellos pierden los dientes; ellos padecen hernias, y si se niegan a trabajar son sometidos a un consejo de guerra. Y usted agita la cucharilla en el vaso.

            Para ellos cuando la madre se enferma no hay salida; si muere es posible que le concedan 24 horas.

            Ellos no sueñan con países lejanos. Ignoran los estilos artísticos, las categorías de la lujuria y las resonancias de los grandes idiomas.

            Ellos no han pensado jamás en cruzar el mar. Esperan que al final del mes se les entregue una cuchilla de afeitar (rusa), unos cordones para las botas (cubanos), y alguna carta retenida (familiar).

            Ellos no esperan. Sus aspiraciones oscilan entre un sombrero y unos espejuelos.

            Ellos.

            Ellos.

            Ellos.

            Ah, poemas; ah, poema. He aquí cómo se fatigan dedos e imágenes y aún sigo ardiendo.

            Ah, poemas; poema.

            Cómo otra vez el sol inútil cae sobre la enredadera de la vieja mansión

y todo parece presagiar la llegada del aguacero y de las grandes, secretas, resonancias.

            Y todo parece conminarme para que lo interprete, dando señales de una legendaria y renovada estafa.

            De noche.

            De noche.

            Se crean, ya, nuevos planes de persecución y reclutamiento. Se analizan, ya, las deficiencias del terror organizado y se estipulan grandes planes de desolación a largo plazo.

            Ya aquí el infatigable farfullo de semillas y tierras, el olor que asciende, las fastuosas corolas fluyendo, las literas organizadas, el esplendor de unas aguas vistas a distancia por entre cuerpos magníficos y esclavizados, y la maldición que se renueva al levantar un costado del mosquitero.

            Ah,

¿pero conoce usted las diversas fases de la fabricación del azúcar?

            Quieras o no, aquí te las endilgo:

            a) La caña pasa por las esteras, se la tritura, se le extrae el jugo, se niegan pases, se recargan los horarios, se celebran consejos de guerra, se convoca a reuniones urgentes.

            Y la violencia se encona como un machetazo en la época de las lluvias.

            b) El jugo delicioso, cantado ya por poetas y narradores, sufre el proceso de la imbibición, se purifica; llega a las pailas, se agita, bulle, se aprietan las tuercas, se redoblan los azotes y la vigilancia; se castiga por no haber dado el corte bien bajo; se exige una arroba más por día.

            Y la violencia se encona como un machetazo en la época de las lluvias.

            c) De allí, el guarapo, ya limpio, pasa a los tachos, se realiza el proceso de evaporación, se efectúa el punteo, el chequeo al final del corte, el repile urgente, el doble-turno. Vamos caminando hasta el barracón donde esta noche estudiaremos la biografía de Lenin. Todo esto lo puede ver usted por los cristales de los gigantescos tanques donde bulle la melaza.

            Y la violencia se encona como un machetazo en la época de las lluvias.

            d) De los tachos, la melaza salta a las máquinas cristalizadoras. Huir. Pero alguien grita, alguien se esconde detrás de cada cogollo y aprisiona. Y el líquido rojo cae en la inmensa paila, y el hombre aullando se arrastra. Y la inmensa paila recoge la melaza generosa. Los tambores están mudos, los rifles truenan. Cae, pero no puede gritar cojones; cae sin poder gritar Dios mío; cae sin poder decir ta bueno ya, ta bueno ya, señó. Con un gorgoteo final el embudo se abre y un torrente cae en el saco. La balanza anuncia el peso exacto: una tonelada métrica de azúcar.

            De noche.

            De noche.

            De noche nuestros huesos piadosamente extendidos, el regalo de la enredadera (en el recuerdo) y la certeza de que no existen etapas de transición: la invariable conquista. El sueño.

            Hemos creado centenares de leyes represivas. Hemos construido unos 150 campos de concentración. Hemos fusilado a unas 50 mil personas, hemos desterrado a un millón. Y hemos esclavizado al resto.

            ¿Alguien se atreve a negarnos la eternidad?

            Abril estallando.

            Abril estallando.

            He aquí que ya se acerca la época de las grandes lluvias, ah queridísimas, y yo estoy en espera de que me baje la inspiración pues ayer alguien me levantó mi última camisa blanca.

            He aquí cómo en el crepúsculo el raspar de una olla adquirió resonancias filosóficas.

            He aquí cómo a falta de delirios apelas a los ejercicios gimnásticos. He aquí cómo un árbol incendió una calle y las hojas en blanco.

            Oh, sí, ya sé.

            Oh, sí, ya sé.

                        Pero yo estoy esperando

                                   yo esperando.

            Ah, inevitable, imprescindible, horrible.

            Único consuelo.





Ricardo Piglia: No es un mapa, ni una maqueta, es una máquina sinóptica (El último lector)

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Varias veces me hablaron del hombre que en una casa del barrio de Flores esconde la réplica de una ciudad en la que trabaja desde hace años. La ha construido con materiales mínimos y en una escala tan reducida que podemos verla de una sola vez, próxima y múltiple y como distante en la suave claridad del alba.
Siempre está lejos la ciudad y esa sensación de lejanía desde tan cerca es inolvidable. Se ven los edificios y las plazas y las avenidas y se ve el suburbio que declina hacia el oeste hasta perderse en el campo. 
No es un mapa, ni una maqueta, es una máquina sinóptica; toda la ciudad está ahí, concentrada en sí misma, reducida a su esencia. La ciudad es Buenos Aires pero modificada y alterada por la locura y la visión microscópica del constructor.
El hombre dice llamarse Russell y es fotógrafo, o se gana la vida como fotógrafo, y tiene su laboratorio en la calle Bacacay y pasa meses sin salir de su casa reconstruyendo periódicamente los barrios del sur que la crecida del río arrasa y hunde cada vez que llega el otoño.
Russell cree que la ciudad real depende de su réplica y por eso está loco. Mejor dicho, por eso no es un simple fotógrafo. Ha alterado las relaciones de representación, de modo que la ciudad real es la que esconde en su casa y la otra es solo un espejismo o un recuerdo.
La planta sigue el trazado de la ciudad geométrica imaginada por Juan de Garay cuando fundó Buenos Aires con las ampliaciones y las modificaciones que la historia le ha impuesto a la remota estructura rectangular. Entre las barrancas que se ven desde el río y los altos edificios que forman una muralla en la frontera norte persisten los rastros del viejo Buenos Aires, con sus tranquilos barrios arbolados y sus potreros de pasto seco.
El hombre ha imaginado una ciudad perdida en la memoria y la ha repetido tal como la recuerda. Lo real no es el objeto de la representación sino el espacio donde un mundo fantástico tiene lugar.
La construcción solo puede ser visitada por un espectador por vez. Esa actitud incomprensible para todos es, sin embargo, clara para mí: el fotógrafo reproduce, en la contemplación de la ciudad, el acto de leer. El que la contempla es un lector y por lo tanto debe estar solo. Esa aspiración a la intimidad y al aislamiento explica el secreto que ha rodeado su proyecto hasta hoy.
La lectura, decía Ezra Pound, es un arte de la réplica. A veces los lectores viven en un mundo paralelo y a veces imaginan que ese mundo entra en la realidad. Es fácil imaginar al fotógrafo iluminado por la luz roja de su laboratorio que en el silencio de la noche piensa que su máquina sinóptica es una cifra secreta del destino y que lo que se altera en su ciudad se reproduce luego en los barrios y en las calles de Buenos Aires, pero amplificado y siniestro. Las modificaciones y los desgastes que sufre la réplica —los pequeños derrumbes y las lluvias que anegan los barrios bajos— se hacen reales en Buenos Aires bajo la forma de breves catástrofes y de accidentes inexplicables.
La ciudad trata entonces sobre réplicas y representaciones, sobre la lectura y la percepción solitaria, sobre la presencia de lo que se ha perdido. En definitiva trata sobre el modo de hacer visible lo invisible y fijar las imágenes nítidas que ya no vemos pero que insisten todavía como fantasmas y viven entre nosotros.
Esta obra privada y clandestina, construida pacientemente en un altillo de una casa en Buenos Aires, se vincula, en secreto, con ciertas tradiciones de la literatura en el Río de la Plata; para el fotógrafo de Flores, como para Onetti o para Felisberto Hernández, la tensión entre objeto real y objeto imaginario no existe, todo es real, todo está ahí y uno se mueve entre los parques y las calles, deslumbrado por una presencia siempre distante.
La diminuta ciudad es como una moneda griega hundida en el lecho de un río que brilla bajo la última luz de la tarde. No representa nada, salvo lo que se ha perdido. Está ahí, fechada pero fuera del tiempo, y posee la condición del arte, se desgasta, no envejece, ha sido hecha como un objeto precioso que rige el intercambio y la riqueza.
He recordado en estos días las páginas que Claude Lévi-Strauss escribió en La pensée sauvage sobre la obra de arte como modelo reducido. La realidad trabaja a escala real, tandis que l’art travaille á l’échelle réduit. El arte es una forma sintética del universo, un microcosmos que reproduce la especificidad del mundo. La moneda griega es un modelo en escala de toda una economía y de toda una civilización y a la vez es solo un objeto extraviado que brilla al atardecer en la transparencia del agua.
Hace unos días me decidí por fin a visitar el estudio del fotógrafo de Flores. Era una tarde clara de primavera y las magnolias empezaban a florecer. Me detuve frente a la alta puerta cancel y toqué el timbre que sonó a lo lejos, en el fondo del pasillo que se adivinaba del otro lado.
Al rato un hombre enjuto y tranquilo, de ojos grises y barba gris, vestido con un delantal de cuero, abrió la puerta. Con extrema amabilidad y en voz baja, casi en un susurro donde se percibía el tono áspero de una lengua extranjera, me saludó y me hizo entrar.
La casa tenía un zaguán que daba a un patio y al final del patio estaba el estudio. Era un amplio galpón con un techo a dos aguas y en su interior se amontonaban mesas, mapas, máquinas y extrañas herramientas de metal y de vidrio. Fotografías de la ciudad y dibujos de formas inciertas abundaban en las paredes. Russell encendió las luces y me invitó a sentar. En sus ojos de cejas tupidas ardía un destello malicioso. Sonrió y yo entonces le di la vieja moneda que había traído para él.
La miró de cerca con atención y luego la alejó de su vista y movió la mano para sentir el peso leve del metal.
—Un dracma —dijo—. Para los griegos era un objeto a la vez trivial y mágico… La ousia, la palabra que designaba el ser, la sustancia, significaba igualmente la riqueza, el dinero. —Hizo una pausa—. Una moneda era un mínimo oráculo privado y en las encrucijadas de la vida se la arrojaba al aire para saber qué decidir. El destino está en la esfinge de una moneda. —La lanzó al aire y la atrapó y la cubrió con la palma de la mano. La miró—. Todo irá bien.
Se levantó y señaló a un costado. El plano de una ciudad se destacaba entre los dibujos y las máquinas.
—Un mapa —dijo— es una síntesis de la realidad, un espejo que nos guía en la confusión de la vida. Hay que saber leer entre líneas para encontrar el camino. Fíjese. Si uno estudia el mapa del lugar donde vive, primero tiene que encontrar el sitio donde está al mirar el mapa. Aquí, por ejemplo, está mi casa. Esta es la calle Puan, esta es la avenida Rivadavia. Usted ahora está aquí. —Hizo una cruz—. Es este. —Sonrió.
Hubo un silencio. Lejos se oyó el grito repetido de un pájaro.
Russell pareció despertar y recordó que yo le había traído la moneda griega y la sostuvo otra vez en la palma de la mano abierta.
—¿La hizo usted? —Me miró con un gesto de complicidad—. Si es falsa, entonces es perfecta —dijo y luego con la lupa estudió las líneas sutiles y las nervaduras del metal—.
No es falsa, ¿ve? —Se veían leves marcas hechas con un cuchillo o con una piedra—. Y aquí —me dijo— alguien ha mordido la moneda para probar que era legítima. Un campesino, quizá, o un soldado.
Puso la moneda sobre una placa de vidrio y la observó bajo la luz cruda de una lámpara azul y después instaló una cámara antigua sobre un trípode y empezó a fotografiarla.
Cambió varias veces la lente y el tiempo de exposición para reproducir con mayor nitidez las imágenes grabadas en la moneda.
Mientras trabajaba se olvidó de mí.
Anduve por la sala observando los dibujos y las máquinas y las galerías que se abrían a un costado hasta que en el fondo vi la escalera que daba al altillo. Era circular y era de fierro y ascendía hasta perderse en lo alto. Subí tanteando en la penumbra, sin mirar abajo.
Me sostuve de la oscura baranda y sentí que los escalones eran irregulares e inciertos. Cuando llegué arriba me cegó la luz. El altillo era circular y el techo era de vidrio. Una claridad nítida inundaba el lugar.
Vi una puerta y un catre, vi un Cristo en la pared del fondo y en el centro del cuarto, distante y cercana, vi la ciudad y lo que vi era más real que la realidad, más indefinido y más puro.
La construcción estaba ahí, como fuera del tiempo. Tenía un centro pero no tenía fin. En ciertas zonas de las afueras, casi en el borde, empezaban las ruinas. En los confines, del otro lado, fluía el río que llevaba al delta y a las islas. En una de esas islas, una tarde, alguien había imaginado un islote infestado de ciénagas donde las mareas ponían periódicamente en marcha el mecanismo del recuerdo. Al este, cerca de las avenidas centrales, se alzaba el hospital, con las paredes de azulejos blancos, en el que una mujer iba a morir. En el oeste, cerca del Parque Rivadavia, se extendía, calmo, el barrio de Flores, con sus jardines y sus paredes encristaladas y al fondo de una calle con adoquines desparejos, nítida en la quietud del suburbio, se veía la casa de la calle Bacacay y en lo alto, visible apenas en la visibilidad extrema del mundo, la luz roja del laboratorio del fotógrafo titilando en la noche.
Estuve ahí durante un tiempo que no puedo recordar. Observé, como alucinado o dormido, el movimiento imperceptible que latía en la diminuta ciudad. Al fin, la miré por  última vez. Era una imagen remota y única que reproducía la forma real de una obsesión. Recuerdo que bajé tanteando por la escalera circular hacia la oscuridad de la sala.
Russell desde la mesa donde manipulaba sus instrumentos me vio entrar como si no me esperara y, luego de una leve vacilación, se acercó y me puso una mano en el hombro.
—¿Ha visto? —preguntó.
Asentí, sin hablar.
Eso fue todo.
—Ahora, entonces —dijo—, puede irse y puede contar lo que ha visto.
En la penumbra del atardecer, Russell me acompañó hasta el zaguán que daba a la calle.
Cuando abrió la puerta, el aire suave de la primavera llegó desde los cercos quietos y los jazmines de las casas vecinas.
—Tome —dijo, y me dio la moneda griega.
Eso fue todo.
Caminé por las veredas arboladas hasta llegar a la avenida Rivadavia y después entré en el subterráneo y viajé atontado por el rumor sordo del tren. La indecisa imagen de mi cara se reflejaba en el cristal de la ventana. De a poco, la microscópica ciudad circular se perfiló en la penumbra del túnel con la fijeza y la intensidad de un recuerdo inolvidable.
Entonces comprendí lo que ya sabía: lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño.


El último lector
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